Un terremoto nos llevó a la calle en pijama, los ‘negritos’ cantaban cultivando la canción del Cola-Cao y las mujeres formaban corro en torno a la camilla con Elena Francis y Sautier Casaseca
MATILDE CABELLO
EN Córdoba comenzaban a trazarse las obras del Parque Figueroa y la familia taurina de los Chiquilín aguardaba el nacimiento del último torero de Santa Marina. Los telediarios y los partes repetían casi a diario los nombres de López Rodó, Muñoz Grande, Díaz-Ambrona, Carrero Blanco, Solís Ruiz o López Bravo, alternándose con los discos dedicados “para quien ella sabe”. Eran sobremesas de radio para las mujeres y escuela hasta las cinco para los niños. Al llegar a casa, la merendilla de pan, aceite y azúcar debía esperar, en tanto se iba disolviendo la única asamblea que conocíamos: la de las vecinas, junto a la radio, con una labor sobre las faldas.
Aquellas mujeres, que nunca estaban mano sobre mano, rodeaban la camilla, atentas a los consejos del consultorio de Elena Francis, que tenía el secreto de la belleza y la discreción. Ellas lloraban, sufrían y encontraban excusa para la charla en la novela de turno, escrita por Guillermo Sautier Casaseca que las congregaba de lunes a viernes o hasta el sábado. En cualquier caso, nunca hasta el domingo, el día en que la radio era sólo y exclusivamente para el padre, el fútbol y su quiniela, en directo y lápiz en mano.
Tras la asamblea de vecinas retomaban su segundo turno del día los adolescentes de la casa, pegando la oreja a Esa niña que me mira de Los Puntos, los mismos que cantaban a una figura hechizada al que llamaban el moro de Granada, como los periodistas al rey de Marruecos o de Jordania, que también pasaron por aquí en la década de los 50 y 60, estrechando los “entrañables lazos de amistad” y consolidando su lucha contra el masón y el judío. Para nosotros, ambos eran entonces la misma cosa y representaban el mismo peligro.
Los más pequeños soñábamos entonces con las muñecas Toyse andarinas y los niños con el Tiburón Citroën Payá, que se anunciaba también p’acá. El dolor tenía un calmante vitaminado cordobés de Aguilar de la Frontera, en competencia con la tableta Okal que ponía a los soldados animados y firmes. Los negritos cantaban mientras cultivaban la canción del Cola-Cao, antes de relatarnos las múltiples cualidades de aquel producto sin par. Sueño de noviembre que se mantenía vivo hasta enero, cuando todo se difuminaba.
Apenas si podemos recordar qué hubo sobre los zapatos dos meses después; los juguetes del último enero de los 60 se quedaron en el olvido tras el acontecimiento decisivo. En Andalucía Occidental estrenamos la primera sensación de un terremoto, tomado aún como ese juego, cargado de diversión, que nos llevó a la calle en pijama, arrebujados bajo una manta. Fue en 1969, pero podría haber sido ayer, por la frescura con que conservamos el despertar repentino, los gritos de la madre, los brazos del padre apretándonos escaleras abajo y los nuestros abrazando a la muñeca negra; esa que daba tan buena suerte.
Los abuelos, en la sabiduría que detenta lo no reglado, se quedaron sin inquietarse junto a la cama. Él callado y torpe ya; ella, por la devotio o por la promesa hecha ante el altar, no lo dejó solo. Fueron los únicos que escaparon del frío y no lucieron su ropa de noche; la bata de cuadros y la redecilla ante los vecinos. Sin ser geólogos, conocían y entendían a la madre tierra mejor que a los hombres. Ya habían vivido otras sacudidas más terribles: enterrar a la hija con 18 años, tras los continuos terremotos del 36 al 39 que los curaron de espanto. Allí estaban los dos al regreso, tranquilos y cálidos, acogiendo las manos heladas de los niños y el miedo de los padres. Su rictus, entre la sonrisa irónica y la comprensión del miedo, siguen tan presentes como el primer frigorífico en el salón-comedor o el olor a alhucema sobre las ascuas de carbón que inundaba la casa cuando llegaba el frío.
Todavía Miraflores era de corralas; casas de vecinos y vallados, haciendo las funciones de establos. El paso de Las Margaritas lucía sus señales ferroviarias, el barro en los días de lluvia y alguna vida sesgada en su paso a nivel. Aún así, el sólo sueño de sus casas portátiles era un lujo comparable a lo que significarían 50 años más tarde aquellos hogares, de nuevo inalcanzables para los de siempre; que ahora somos más.