Los siglos parecen no pasar para la devoción íntima e invariable que profesan los devotos al Señor de la Humildad. Resguardado en la hornacina de su retablo o sobre el calvario floreado de su trono en la noche cerrada del Jueves Santo, el más Paciente mantiene vivo el entusiasmo devocional que le reiteran todo los años sus cofrades, incondicionales del Divino Cordero que espera el sacrificio sentado sobre una peña con la mano en la mejilla.
La devoción al Señor de la Humildad se escribe con Mayúscula cada Jueves Santo. Es un sentimiento con nombre propio, peculiar y particular, que se goza de manera especial por los privilegiados sayones que lo sienten, una pasión heredada y no aprendida que seduce y emociona al que la vive.
Vivencias traducidas en orgullo cofrade cuando el sencillo y pretencioso trono del Humilde recorre con solemne y suntuoso andar las calles de la carrera dejando tras de sí estampas nuevas llenas de fervores antiguos.