octogonal 010810A veces una efemérides biográfica se cruza por nuestras vidas y nos hace darnos cuenta de cómo hemos cambiado y de cuánto ha mudado nuestro entorno, nuestras circunstancias que diría Ortega y Gasset. El acontecimiento en cuestión son los treinta años de mi licenciamiento del servicio militar, la “mili”, esa que tantos españolitos sufrimos durante décadas. Pero un vistazo atrás en el tiempo me lleva a darme cuenta de todo lo que era y ya no es y, dada la situación actual, a preguntarme si no será cierto aquello de que “cualquiera tiempo pasado fue mejor”.

Comenzaremos, cómo no, por el asunto que ha provocado nuestra reflexión: La mili. Era todo un ritual: el día que teníamos que pasar por el Ayuntamiento para que nos “metieran en caja”, cuando nos comíamos el periódico en el que publicaban el resultado del sorteo que nos destinaba a los más variados solares de la geografía patria, el viaje a la zona militar de Córdoba para recoger el petate, donde un militar, tocado por una especie de sadismo congénito, no exento de una amplia dosis de sorna, nos enumeraba innumerables artículos del código militar en los que el resultado final era invariablemente “pena de muerte”. Así comenzaban las andanzas de lo que El Jueves hizo famosas como “Historias de la puta mili”. Pero no se preocupen, obviaré las consabidas batallitas.

Seguiremos por una mirada, cargada de nostalgia, al mundo educativo de nuestro pasado, a la EGB y al BUP. Puestos a desaparecer no sólo lo ha hecho el sistema educativo, sino que en mi caso concreto también cayeron los múltiples centros en los que cursé mis estudios. Mi periplo por la EGB fue bastante movido. Pero lo cierto es que ninguno de los colegios por los que deambulé siguen existiendo: Doña Dionisia, la Cuesta de la Parroquia, el Hospital, San Antón y las escuelas del Castillo. Al menos, el destino ha sido más amable con los que fueron mis maestros de entonces y afortunadamente todos están con nosotros, aunque eso sí, jubilados (del verbo latino jubilare, que en una de sus acepciones en desuso significa, alegrarse, regocijarse). En cuanto al Bachillerato Unificado Polivalente y el COU fui alumno del Instituto Nacional de Bachillerato, ubicado en un edificio derribado hace más de una década y sustituido por el que actualmente ocupa el Vicente Núñez.

Hablando de Vicente Núñez, él era el responsable de una Biblioteca ubicada en la calle Pescaderías, entonces Nacional, cuyo local, al que luego se le dieron varios usos, desapareció en la reforma de las Casas Consistoriales venida con el nuevo milenio. Son tantas y tantas las anécdotas vividas en aquel “templo del saber” que, si fuera posible, invitaría a todos los lectores a que nos contara la suya. El relato sería interminable.

Quienes hemos sido futboleros, que no futbolistas, nos apena pasearnos por los alrededores del Juan López, donde tantas generaciones de buenos jugadores entretuvieron a propios y extraños en una fechas en que el ritual por el deporte rey aunaba los domingos apoyando al equipo local, a nuestros ídolos, mi buen amigo Capacha entre ellos, y oyendo por los transistores los resultados del equipo de nuestros amores.

Como cada etapa tiene su afán, el de mi adolescencia fue el cine. Por eso añoro las maravillosas veladas en el Cine Victoria, donde empezaron a desfilar por mi retina algunos de los grandes “monstruos” del séptimo arte y donde en el necesario “Descanso”, anunciado por una imagen fija de Pedro Picapiedra, íbamos a refrescar nuestras gargantas con una gaseosa “La Torre” o a comprar alguna chuchería en el carro de Josefina. ¿Cómo olvidar el desfile ritual de cientos de personas, muchas de ellas viejas con el “roete” como dirían Los Chanclas, para ver las películas de Manolo Escobar? ¿Cómo no acordarse de cuando las pelis eran sustituidas por revistas, a las que, dada mi corta edad, nunca pude entrar? El recuerdo de un par de anécdotas me llevan, sin embargo, al cine de verano, donde viví dos acontecimientos de corte radicalmente contrario. El de la “sublevación” por el pase de una falsa “Enmanuelle” que se saldó con innumerables desperfectos en el mobiliario”; y la de la exhibición de dos películas largamente esperadas por haber sido prohibidas por la censura franquista –ven cómo hablamos de otros tiempos-: El gran dictador y Por quién doblan las campanas, basada en la novela homónima de Ernest Hemingway.

Pero claro, en la época de Por fin es viernes, Fiebre del Sábado Noche y La juventud baila, nuestra atención también estuvo muy focalizada hacia las discotecas: la “Samba”, luego “Pirámide”, y la “Yucas”. Allí, los aprendices de Travoltas y Olivias ensayaban sus pasos, se enseñoreaban de las pistas con el objetivo, eso no ha cambiado, de impresionar al prójimo o a la “prójima”. Ese cortejo se prolongaba luego en la Feria Real donde ya había casetas dedicadas a que los más jóvenes sacudieran sus esqueletos: la de los Estudiantes y la de las Juventudes –así, por antonomasia, porque entonces las Juventudes sólo podían ser las del Partido Comunista-. La discoteca había sustituido definitivamente al tontódromo instalado en el Llano “Coroná” como lugar de cortejo de los aguilarenses.

En fin, son tantas las historias vividas, las intrahistorias que diría Unamuno, que cada uno de nosotros podría ver multiplicadas, a modo de caleidoscopio, sus propias imágenes. Todas ellas nos llevarían sin duda a una visión apasionantemente edulcorada de la realidad aguilarense que se nos fue.

 

Diego Igeño Luque

 

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