Comenzó a caer la noche y con ella la helada de finales de octubre sobre las lápidas y entre los nichos. Algunos se removían inquietos, otros dejaban pasar el tiempo, los más dormitaban por siempre. Convencidos de no quedar nadie en el recinto salieron a pasear. Las calles se llenaron de un bullicio sepulcral. Unos se saludaron con otros a la antigua usanza, retirando de sus cabezas el sombrero al pasar de una señora distinguida o de algún patrón de los de antes.
En una esquina, sentada en el quicio de un rebate, dejaba escapar los sollozos una jovencita, todos le daban de lado mas sabían que aquella no quería consuelo y lloraba por lo que perdió cuando más ansiaba tenerlo. Unos hombres desdentados contaban anécdotas tras encontrarse como cada año, otros soltaban bufidos exasperados por el griterío ensordecedor de aquellos. Había niños que corrían de aquí para allá carcajeándose a cada intento de ser atrapados y de todos solo era testigo muda la luna otoñal que vino a acompañarlos.
Los nuevos miraban en derredor asustados, huían de las palabras que proferían los congregados en torno a ellos que ya los interrogaban acerca de su procedencia familiar.
En cierto sitio concreto decenas de hombres se erguían silenciosos, mirando al horizonte, hieráticos, temblorosos. Si alguno de los demás decidían pasar frente a ellos bajaban la cabeza en señal de respeto. No estaban nerviosos, no esperaban a las visitas de la mañana siguiente, solo se mostraban desafiantes ante un destino que les apartó hacía décadas de la vida. Todos mostraban la marca que los distinguían de los demás, todos tenían un agujero que les cruzaba el cráneo, dejando a la vista el terror de lo vivido.
Acudió rauda la madrugada y los mismos hombres silenciosos se fueron acercando unos a otros. Sonó el espectral ruido de un motor inexistente, temblaron de nuevo. Los viejos desdentados callaron, los antiguos patrones marcharon hacia el lugar en el que descansaban. Algunas mujeres mayores se agarraron el vestido negro queriendo hacerlo jirones. El silencio atronador, el frío que helaba los huesos. Quisieron agarrarse las manos pero les era imposible. Cesaron las habladurías, se despidieron entre unos cuántos, lloraban los más.
Ante el grupo de hombres apareció cabizbajo, llorando, suplicando. Ellos no bajaban la vista, no le otorgaban clemencia. Pidió perdón pero movido por una fuerza superior a él alzó el brazo y disparó. Uno a uno, cayeron de nuevo hacia la fosa común como hacía tantos años, uno a uno con el cráneo atravesado por una bala que llevaba sus nombres.
El cementerio se vació con el último disparo. Al despuntar el alba el sol inundó el camposanto y tras abrirse las puertas las tumbas fueron visitadas por los familiares de los que la noche anterior habían salido a saludarse, de los que habían compartido anécdotas de una vida anterior. Todas las tumbas portaban flores de diversos colores. Los jarrones refulgían con los claveles rojos y blancos tan típicos de la época; había azucenas, nardos, calas, gladiolos y crisantemos por doquier.
La tumba de la jovencita que sollozaba pareció vestirse de gala más si cabe cuando un muchacho joven de ojos verdes empapados en lágrimas vino a visitarla.
Todos los fantasmas, los muertos y fusilados estaban de celebración, el día de los difuntos vinieron a ser recordados de nuevo. Solo una tumba quedó sin flores, solo un difunto no descansó. Aquel que suplicaba y suplicaba no encontró perdón y cada vísperas de difuntos repetía su traición.
La tumba quedó en penumbra, ninguna flor vino a cubrirla. Se vislumbraba el final de la jornada y entre el regocijo de los fantasmas comunes solo sobresalió el único espectro que el día de los difuntos lloró.
Dando por finalizado este cuento de difuntos…
Francisco Gabriel Zurera Álvarez.