Luís García Montero
El desprecio del Estado por parte de los neoliberales es una de las grandes mentiras del debate político contemporáneo. Ya sé que no descubro nada, pero a veces es más útil recordar que descubrir. Después de una primera juventud entregada a la búsqueda de metáforas audaces, Jorge Luis Borges encontró su madurez poética en el recuerdo de unas pocas metáforas verdaderas. Las estrellas, la luna, la noche, el río y la rosa sirvieron para construir un universo personal lleno de matices y enriquecido a cada segundo por la memoria del tiempo.
Cuando los más conocidos neoliberales de España se dedican a hacer obras públicas, firman acuerdos para que el Estado cubra las posibles pérdidas o la falta de beneficios de su inversión. Se hacen túneles, autopistas, ponen pajes, planifican una ruina y el Estado corre con los gastos.
Cuando los más conocidos neoliberales buscan bolsas de gas en el subsuelo marino, se aseguran de que el Estado corra también con los gastos si existe algún problema y empiezan a temblar las orillas y los números rojos.
Cuando los más conocidos neoliberales fracasan en la gestión de sus entidades financieras, el Estado dedica millones a recuperar las pérdidas y sanear las cuentas para que otros conocidos neoliberales, dueños de bancos grandes, compren en buen estado los negocios bancarios que recupera el dinero público.
Cuando las eléctricas ganan menos de lo mucho que quieren, se sirven de los artificios legales del Estado para cargar en la factura de la luz conceptos que no tienen que ver con el precio de la electricidad. Y si surgen energías alternativas, el Estado paraliza su desarrollo para que no se ponga en peligro el negocio.
Ocurre lo mismo con las petroleras. La contaminación nos hace vivir en ciudades irrespirables y el planeta es un viejo asmático con graves crisis de ansiedad. Pero los Estados no se toman en serio la lucha contra la contaminación y mantienen la tecnología alternativa en un discreto silencio.
Los desempleados que no reciben un subsidio y los pensionistas que dudan sobre el futuro se quedarían pasmado al descubrir las cifras millonarias que el Estado, ese mismo que ya no puede con su alma para cuidar enfermos o ayudar a los desfavorecidos, gasta en subvencionar los negocios privados que parecen más fuertes.
Y recordemos, para finalizar una memoria que no tiene fin, la recaudación fiscal de un Estado lleno de trampas, en el que las grandes fortunas pagan pocos impuestos y tienen permitida una sabrosa ingeniería que viaja a paraísos fiscales y evita contribuir de acuerdo con sus beneficios.
Los neoliberales, y más que nadie los neoliberales españoles, tienen al Estado como su máximo negocio gracias a falsos planificadores, subasteros y ratas de alcantarilla fiscal. Por eso lo defienden con rabia, uñas y dientes cada vez que surge una posible alternativa. Conocen mejor que nadie la debilidad ajena; se inventan partidos, destruyen partidos, crean falsas realidades mediáticas y luchan por un sentido común o por una furiosa mansedumbre puesta siempre a su servicio.
Conviene recordar esta evidencia a la hora de tomar postura ante el Estado, es decir, ante el gobierno europeo, el gobierno de la nación, los gobiernos autonómicos, los parlamentos y los ayuntamientos. La izquierda que deja al Estado en manos neoliberales (por activa o por pasiva) se convierte en una mentira sin justificación. Sabe lo que hace. Pero tampoco me parece muy justificable la izquierda que no sabe lo que hace, se olvida de las instituciones y piensa que es mejor el activismo callejero que el trabajo institucional. ¿Es que son incompatibles? Una alcaldesa, una diputada o una presidenta de gobierno puede ser la activista más eficaz a la hora de parar la orgía del capitalismo deshumanizado. Hay que tomarse muy en serio el activismo institucional porque es ahí donde los neoliberales fundan sus batallas.
Conviene recordarlo.