Mucho antes de que no se nos cayese la palabra ‘millennial’ de la boca, existió otro término que reflejaba de manera más precisa la realidad de toda una generación: ese “mileurista” que se pudo leer por primera vez en una carta al director publicada en ‘El País’. La autora, Carolina Alguacil, lo describía como “aquel joven, de 25 a 34 años, licenciado, bien preparado, que habla idiomas, tiene posgrados, másteres y cursillos”… pero que no cobra más de 1.000 euros mensuales. Era el primer síntoma de una enfermedad que se extendería como una pandemia dos años después con el estallido de la crisis, el paro endémico, la bajada de sueldos y, sobre todo, esa sensación de haber sido traicionados que compartía toda mi generación. ¿Dónde está la vida que nos prometieron?
Todos sabemos lo que ocurrió a continuación. Los primeros artículos sobre el mileurismo probablemente fueron escritos por periodistas a los que les parecía inconcebible que alguien (¡quizá sus propios hijos!) cobrasen tan poco a pesar de todo su esfuerzo. A medida que el término se popularizó, muchos empezaron a admitir sin complejos que ellos también lo eran, como en ‘Espartaco’. Terminó dándose la paradójica situación de que los reportajes sobre las tristes expectativas vitales de los mileuristas fuesen escritos por redactores que cobraban incluso menos. Pero bueno, aquello iba a durar poco. O no. Finalmente, los antiguos mileuristas terminaron por engrosar las filas del paro, al ser el eslabón más débil de la cadena, y las empresas comenzaron a considerar los 1.000 euros como la frontera del sueldo digno.
El listón ha ido bajando tanto que, en algún momento de esta última década, aquello que parecía una lamentable excepción ha terminado convirtiéndose en deseable. No son ni una ni dos las veces que en los últimos años he oído hablar de una paga de 1.000 euros mensuales (¡brutos!) como “un buen sueldo” (a veces acompañado por la coletilla “para lo que hay por ahí”). “Soy consciente de que es un sueldo bajo y que quizá no podría independizarme”, me explica una conocida a punto de terminar sus estudios. “Pero aceptaría, porque es más de lo que me ofrecen actualmente”. Tiene una dificultad añadida, que es que la mayoría de trabajos que le ofrecen exigen que deba ser autónoma. Y ya, por lo tanto, no hablamos de 1.000 euros, sino de mucho menos.
Es probable también que el término “mileurista” tuviese tanto éxito porque dio por fin nombre a una realidad que ya existía pero de la que no se hablaba demasiado, al estar fuera del radar de los líderes de opinión: la de la gran cantidad de trabajadores no cualificados –a veces autónomos, a veces con contratos a tiempo parcial, casi siempre precarios– cuyos ingresos quedaban por debajo de ese umbral. Quizá los mileuristas siempre existieron, pero no tenían nombre. Hoy en día, un tercio de españoles se mueve en esa tierra de nadie que abarca entre el sueldo mínimo interprofesional (707,6 euros) y los cuatro dígitos.
Lo señalan los datos del INE: el 30% de españoles cobra menos de 1.221 euros brutos al mes. Esta semana, la Encuesta Anual de Estructura Salarial recordaba que el sueldo más frecuente de los españoles se encuentra en 16.498,47 euros euros anuales brutos, menos de 1.000 euros al mes si se divide en 14 pagas. Según un trabajo del profesor Florentino Felgueroso, hasta 6,58 millones de trabajadores cobran al año ingresos inferiores al SMI. Es todo cuestión de perspectiva, y quizá el mileurista que revise estos datos suspire tranquilo; es la trampa de que siempre haya alguien incluso peor que tú.
Basta con buscar en Google cualquier profesión que se nos ocurra junto al término “mileurista” para comprobar que sueldos de 1.000 euros hay en casi todos los sectores. ¿Abogados? ¿Profesores? ¿Médicos? ¿Psicólogos? ¿Funcionarios? ¿Controladores del SER? ¿Cajeros de supermercado, trabajadores de cadena de comida rápida? ¿Dependientes de tienda de ropa? ¿Vigilante de seguridad? No hay sector que en un momento u otro no se haya sentido identificado con el término de mileurista, con honrosas excepciones.
La diferencia en 2017 se encuentra en que poco a poco se ha desarrollado la conciencia de que estos sueldos son injustos pero inevitables. Podríamos estar mucho peor, sospechamos. Los altos niveles de paro han provocado que empleos que en un principio se considerarían mal pagados terminen aceptándose, puesto que la única opción es el paro y, con él, la salida del mercado laboral y esos incómodos huecos en el currículo que tan difíciles resultan de explicar en una entrevista, como dice la ideología de la búsqueda de trabajo. En ese contexto, cobrar 1.000 euros se vende casi como una deferencia por parte del empresario. “No son ricos aunque ganen más de la media de 800 euros, porque los gastos son iguales”, se queja un amigo. “Nos hacen creer que somos afortunados, y nos quitan la vida, pero eh, tienes que dar las gracias”.
No hay mejor ejemplo de ese deterioro de los sueldos que esas personas que, en cada nuevo trabajo, han cobrado un poco menos que en el puesto anterior, una trayectoria descendente que desmiente todas las promesas sobre la progresión laboral (“vale, ahora cobras poco, pero es un paso indispensable para ganar más dentro de un par de años”). Por supuesto, estos ya no son jóvenes, sino trabajadores que llegan a superar los 40 años y que han tenido que volver a la casilla de salida, reciclándose o no. Para muchas empresas, contratar a trabajadores con experiencia a precio de becario ha sido un chollo que han podido permitirse fácilmente.
Otros tantos han tenido que conformarse con cobrar menos que antes. Me lo explica un amigo que se dedica al rotulismo, y que a sus 47 años ha experimentado en sus propias carnes los efectos de estas gangas salariales: el de 1.000 euros es “un sueldo que sin prorratear está bien”… pero que es muy inferior a lo que cobraba hace más de una década. No hay nada como verse obligado a rebajar las expectativas para tolerar lo que antes parecía excepcional o, en todo caso, era propio de jóvenes que empezaban y necesitaban foguearse un poco. También porque otros incentivos económicos han ido desapareciendo; en su caso, me explica, el pago de las horas extras se ha sustituido por descansos. En el nuevo estado de las cosas, es habitual ser mileurista con tiempo libre; es decir, a tiempo parcial, pero mileurista al fin y al cabo. Quizá pluriempleado.
¿Qué fue de nosotros?
En el fondo de la queja de la joven Alguacil, que tenía 25 años por aquel entonces, latía la sensación de que las cosas debían cambiar, y que de hecho, tenían que cambiar. Vista hoy en día, su carta no es tanto una pataleta (quizá esta columna sí lo sea) como una llamada a la acción. Como suele ocurrir en estos casos, el término tuvo su eco y su consabida reacción. Entre los primeros, que se empezase a hablar de «la generación más preparada de la historia de España». Entre los segundos, el argumento de que había demasiado licenciado para el mercado laboral español y que, claro, no se pueden pedir peras al olmo. ¿Resultado? Que debe ser la universidad la que se adapte a la empresa, que más de la mitad de los trabajadores menores de 30 años esté sobrecualificada y que este mismo viernes la encuesta del Centro Sofía sobre Juventud calificase a los jóvenes como «optimistas» a pesar de que el 68% de ellos reconociese que van a tener que trabajar «en lo que sea».
Es solo el principio. Las nuevas tendencias apuntan a que el empleo será aún más fragmentado, más parcial, más inestable… y, por lo tanto, mucho más difícil de entender y controlar. Esta misma semana descubrimos que uno de cada cuatro empleos temporales tenían una duración de una semana. Un 43% duraban menos de un mes. ¿Mileuristas? Resulta casi imposible utilizar dicho término en esta nueva realidad en la que la precariedad es cotidiana. Ya no se trata de graduados. En este país de turismo y hostelería en el que nos estamos convirtiendo, el indefinido es el rey.
Muchas de las respuestas que recibo al preguntar por los dichosos 1.000 euros ya no se centran el empleo en sí, sino con las expectativas personales, que son las que, forzosamente, se han tenido que amoldar al estado de las cosas. “Depende de la situación personal, si alquilas, si eres soltero, si tienes hijos o perros”, me cuenta una amiga. “Si me dices que es hasta las tres de lunes a viernes, al menos tienes tiempo”, me recuerda otro colega. Al final, la trampa es siempre la misma: por mucho que consideremos que nuestro trabajo vale más o menos, no es el orgullo, la conciencia de clase o nuestros principios lo que nos hace aceptarlo o rechazarlo, sino más bien, lo que necesitamos para ver cubiertas nuestras necesidades. Salvo que seamos ricos (pero de los de verdad, no de los de 1.000 euros) y podamos permitírnoslo.
OPINIÓN