LA CUESTIÓN CATALANA

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Diego Igeño Luque

Estos días mis pensamientos y mis sentimientos se van sucediendo a ritmo de vértigo. La causa es lo que durante tanto tiempo ha venido denominándose como la cuestión catalana, que ahora ha alcanzado una virulencia extrema, en las antípodas de cualquier hecho racional. Las opiniones de unos y otros se nos vienen encima con una violencia insoportable, para que al final, como siempre, acabemos constatando que seguimos siendo aquellos dos personajes goyescos que dirimían sus diferencias a garrotazos. Y el problema es que no sé a qué carta quedarme.

Porque, por un lado, me molesta enormemente la arrogancia, la xenofobia, el odio, el imperialismo –aún no se han convertido en nación, pero ya quieren ampliar su territorio a costa de todo lo que ellos denominan Països Catalans- el salto al vacío protagonizado por los dirigentes independentistas catalanes. Pienso que, para tapar asuntos de mayor calado, han iniciado una batalla que difícilmente tendrá vencedores. Me fastidia su torticera manipulación de una realidad que, aunque distinta, nunca se había caracterizado por el odio a lo español. Entiendo el hecho diferencial catalán –como también entiendo el vasco, el gallego, el andaluz o el riojano-, pero no sus ansias de separación, ni su ombliguismo, ni mucho menos su victimismo. Ya está bien de culpar a extraños, siguiendo el camino de la manipulación marcado por personajes como el mismísimo Goebbels, para exculpar a propios.

Porque, por otro, abomino de los modos y maneras del gobierno del Partido Popular y sus corifeos. No por el hecho despreciable de tener que haber acudido a la fuerza policial para reprimir la pantomima electoral, sino por haber hecho gala de una soberbia y una sordera sin las cuales no se hubiese llegado a esa infausta convocatoria. La capacidad de diálogo de Rajoy es, evidentemente, nula. Su empatía, inexistente. Su conocimiento de la realidad española y catalana, cero. Su inteligencia, cuando menos discutible. Por el contrario, su entrega a los poderes más rancios del capitalismo salvaje y de la caverna reaccionaria, extrema. Con esa disposición me extraña mucho que sea capaz de articular una respuesta medianamente coherente al órdago secesionista.

Luego están los otros cuya actitud tampoco entiendo. Los que parecen dispuestos a legitimar la violación de la propia Constitución que en su artículo 2º habla de la indisoluble unidad de la nación española –si no estamos contentos con la Carta Magna, convenzamos al pueblo español, ganemos unas elecciones y cambiémosla-. Los que descalifican a quienes apuestan por esa unidad al grito de “españolistas” –cuando sólo son españoles”- o “fascistas” -cuando se sienten sinceramente demócratas-. Los que hablan de diálogo para buscar soluciones, pero sólo son capaces de imponer su discurso con la prepotencia de los iluminados, los que se creen poseedores de una talla intelectual y moral que perdieron hace tiempo. Los que critican a los tirios, pero no dicen nada de los troyanos, pese a los modos manipuladores y chulescos de estos. Los que están al mismo tiempo con Dios y con el diablo. Los que siempre destruyen y nunca construyen.

En esta tesitura me encuentro; estrujándome los sesos en una encrucijada en la que, escoja el camino que escoja, nunca acertaré porque, para colmo, soy consciente de que todas las partes están equivocadas, pero al mismo tiempo todas tienen una pizca de razón. Quizás sea necesario hacer borrón y cuenta nueva, olvidar los agravios de unos y de otros –como tantas veces hacemos en nuestra vida cotidiana cuando queremos recomponer una relación- y utilizar el único argumento que desde tiempos inmemoriales ha mostrado su validez: la palabra, la fuerza del diálogo.

 

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