Todo ha sido como es cada vez que Él sale, ya sea con las primeras luces del Viernes Santo o, como ocurrió ayer, en el ocaso de un atardecer de octubre. Cuatrocientas veinticinco lunas y otras tantas primaveras son motivos suficientes para evocar la historia de un pueblo y una devoción que caminan afines desde tan remotos tiempos. Una estela de fervor eternizada en los siglos y en una tradición enraizada en los sentimientos más recónditos de quienes nacieron y nacen en la vieja Ipagro.
Prodigiosa la visión del Nazareno enmarcado en la puerta de San Antón a una hora tan lorquiana como las cinco de la tarde y emotivo el verlo bajar la Cuesta entre naranjos sin olor a azahares. Majestuoso por el Arrabal y por las Coronadas entre los altos palmerales, solemne y esplendoroso por el Moralejo a la caída de la tarde. Así recorrió las calles el largo y variopinto cortejo que precedía al trono del Señor de Aguilar. Romanos y cofrades venidos desde varios pueblos y ciudades complementaron la amplia comitiva que encabezaban todas las cofradías de Gloria y Penitencia de Aguilar, y tras Jesús, como siempre, sus penitentes y sus romanos.
Para la memoria imperecedera de este día quedó la estampa del Nazareno en la Silera proyectando su majestuoso andar al revirar junto a la esbelta Torre del Reloj o entrando al ochavado recinto de la Plaza de San José, ya de noche cerrada, para presidir una eucaristía que recordó a aquellas lejanas Misiones en las que Jesús vino a este lugar con la penumbra de la noche para, como hizo ayer, impartir su Bendición. Nada hay nuevo para la historia y la historia refrendó ayer que, entrando el Nazareno en la Plaza, el tiempo se detiene y nos emplaza para rendirle pleitesía.
Arropado por el pueblo dejó el monumental recinto por el arco de Pescaderías e inició el largo camino de vuelta que le llevó por las traseras del Carmen hasta el antiguo camino de Monturque y la Barriada, volviendo por la calle Andalucía hasta la Plazuela del Cristo de los Faroles, donde retornó a la calle Carrera y por ella bajó hasta los dominios del antiguo cenobio de la Coronadas, donde Aguilar custodia la eterna memoria de aquellos primeros Viernes Santos de hace 425 años.
A eso de la madrugada volvió el Nazareno a la Cuesta y la subió reconfortado en su inconmensurable padecer por la inquebrantable devoción del pueblo. Ayer se volvió a escribir, con letras de oro, una nueva página en la historia de Aguilar y su devoción nazarena. Un nuevo hito que se perpetuará en la memoria de quienes tuvimos la dicha de vivirlo y también en las crónicas que lo inmortalizarán para que sea celebrado por la generaciones venideras.