Mañana endomingada del Corpus cuando ya estamos en un verano recién llegado cuyo calor se refugia en el enchaquetado cortejo que precede a la reluciente Custodia de plata vieja a la que da sombra los renacidos naranjos de la cuesta y las verdes ramas de la arboleda de Las Coronadas. La llegada del Corpus y su procesión es algo ancestral que se reviste cada año de fiesta grande en los umbrales del estío veraniego, y que antaño contó con su propia Feria Real.
Este día amanece siempre con una luz antigua aunque ya no brille con el sol de aquellos jueves eucarísticos donde el astro rey relucía con especial fulgor. La del Corpus dominguero es una mañana añeja como reliquia de un pasado de Tarascas y Grifos, de danzas de Cascabel y de tintineos de campanillas que anunciaban la cercanía de la Sagrada Forma. Mañana de clerecía revestida de barrocas galas, de goterones de cera roja sobre el suelo alfombrado de juncias y romero, de banderas y estandartes escoltando a cruces parroquiales, y de cansino repique de campanas en los viejos campanarios y espadañas que coronan los tejados del pueblo (solo para el Corpus repicaban antiguamente las dos campanas de la Torre del Reloj).
La Custodia ha salido recorriendo las calles engalanadas con guirnaldas y gallardetes y numerosos altares que rememoran otros tiempos en los que se ideó esta arquitectura efímera para exaltar la devota y piadosa costumbre del pueblo. Hoy hemos vivido el amanecer del Corpus con los bacalaos, las banderas, y las varas de las hermandades de gloria y penitencia buscando la empinada Cuesta de la Parroquia Mayor del Soterraño.
En su paso de plateados resplandores y envuelto en el sonoro himno eucarístico interpretado por la Banda Municipal de Música “Cantemos al Amor de los amores”, “Venid, adoradores”, el Señor Sacramentado ha salido al encuentro de los fieles por las calles de Aguilar en una mañana clara y luminosa del Corpus, tal como se forjó siglos atrás.