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El sortilegio de la poesía sedujo a la noche con el encanto de la palabra y llenó de magia uno de los espacios con más embrujo de nuestro pueblo. Bajo el cielo estrellado de un incipiente verano, sostenido por el hierático mástil de la Torre del Reloj, La Silera se convirtió, un año más, en la besana donde cultivar el recuerdo y la añoranza por el poeta muerto. Espacio sensorial que se transfigura con la emoción en los recuerdos de quienes lo conocieron y trataron, y también de los que se acercan por primera vez a su obra.

Un sentimiento preciso y hondo que se despierta y es elevado con la palabra y la poesía al servicio del arte. Todas las artes, no sólo la poesía, son palabra. Nunca se meditará lo suficiente el hecho de que Vicente Núñez no solo nació, si no que vivió los años más pródigos de su  creación poética en Aguilar, la vieja Poley. Dijo el poeta aguilarense que el lenguaje existe porque el pensamiento es ya de por sí palabra, es decir, autorrevelación de la persona, y, porque, mucho más allá, el ser es ya ‒en su más originaria fuente‒ autoexpresión, es decir palabra. Uno de los más destacados precursores de la filosofía actual del lenguaje, Wilhelm von Humboldt, escribió hace años esta observación certera:

«Cuando en el ánimo brota el sentimiento de que la lengua no es sólo un medio de intercambio para entenderse recíprocamente, sino que es un mundo verdadero que el espíritu debe poner entre él y los objetos en virtud del esfuerzo de su energía interna, entonces el ánimo está en vías de hallar en la lengua y depositar en ella fuerzas siempre nuevas».

El hechizo de la oscuridad y los silencios prolongados marcó el compás de un acto donde la palabra se conjuró en la voz de los nuevos rapsodas locales para rendir pleitesía al poeta predilecto. Vicente vivirá eternamente en sus versos y por siempre en la memoria del pueblo.

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