El Carnaval de nuestros abuelos.

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A pesar de ser ya conocida, esta hermosa fotografía es el documento gráfico más añejo que se conserva del Carnaval antiguo de Aguilar. Está fechada en los primeros años de la década de  los treinta del pasado siglo XX. En ella se parodia a la Banda Municipal de Música, refundada en 1929,  al frente de la cual se encontraba el recordado Don Eugenio LLoret “Maestro Bulili”, cuya esbelta y fina figura se remeda en el personaje central de la comparsa. Fueron tiempos míticos del Carnaval de Aguilar en los alcanzaron renombre por su maestría en la composición de letras inolvidables compositores como Eustaquio Monedero, Roldán o el célebre Baltasar (el cojo del Ventorrillo).

Una tradición perdida de nuestro Carnaval, y muy celebrada en aquellos tiempos, era el Domingo de Piñata, día en el que los bailes y el pasacalle de las murgas y comparsas llenaban de alegría y jolgorio a los vecinos del pueblo.

La Piñata se vincula desde muy antiguo a  las celebraciones de la Cuaresma, transformándose el primer domingo de este periodo litúrgico en el “Domingo de Piñata”. Esta fiesta era vivida de forma diferente según las distintas posiciones sociales del pueblo, pero todos la disfrutaban paseando sus máscaras por las calles, bebiendo, cantando, gastando bromas y terminando con el tradicional “Baile de Máscaras” y la “Fiesta de la Piñata”.

La clase humilde, obrera y trabajadora no se achicaba a la hora de celebrar sus tan ansiadas fiestas. Después de haber pasado los días anteriores al Miércoles de Ceniza en broma continua y albedrío constante, y viendo cada vez más cerca los que la iglesia consagra a la meditación, al Cilicio y al ayuno, en conmemoración de la Pasión y Muerte de Jesucristo, asistían al templo dónde el sacerdote católico ponía en la frente del pecador la fatídica ceniza, recordándole que es polvo y que en polvo habrá de convertirse.

Al populacho les parecían interminables los días que pasaban desde el Miércoles de Ceniza hasta el “Domingo de Piñata”, cuando se echaban a la calle para dar el último adiós al desenfreno y a la locura. Lucían los mismos disfraces, y volvían a reunirse en comparsas, recorriendo las calles, y burlando a todo el mundo hasta que llegaba la noche y rompían la Piñata.

A los teatros y salones de bailes de máscaras asistían aquellos quienes su posición social se lo permitía, haciendo derroche de lujo y ostentación, pero los vecinos de a pie, de las casas de vecinos y de los corrales hacía en la sala del convecino de más buen humor una Piñata, que no tenía que envidiar nada a la que lucían los salones más aristocráticos.

La Piñata era una olla o cántaro de barro que colgaban del techo y que previamente habían llenado de dulces.

A la hora convenida se reunían en la sala los convidados a la fiesta. Cuando el vino ya había alegrado los corazones más triste, y habían empinado el codo más de lo permitido y teñido de carmín las mejillas de las buenas mozas, todas aquellas gentes pasaban a formar una sola familia por los lazos de la confianza, y procedían a romper la Piñata.

Todos los que formaban parte en la fiesta, hombres y mujeres, se vendaban los ojos y se armaban de palos o garrotes. Luego, uno a uno, desde el extremo de la sala, avanzaban a tientas hacia el sitio en que la Piñata estaba colocada y descargaban sobre ella los garrotes. Muchas veces azotaban al viento, y no pocas vapuleaban las costillas de algún curioso o entrometido, pero no por eso se aguaba la fiesta, ni llegaban a las manos los asistentes sino que se avivaba más y más.

La Piñata caía por fin, rota en mil pedazos; y todos se tiraban a tierra para recoger los dulces que venían de lo alto como desde el cielo. Entonces sí que la sala presentaba el más divertido de los espectáculos imaginables. Rodaban por los suelos hombres y mujeres, mozas y mozos, sin pararse ni andarse con remilgos. Se empujaban, se codeaban, se atropellaban. Todos intentaban recoger la cantidad mayor de dulces posible, sin importarles a las jóvenes recatadas que se les levanten las enaguas, ni de que se les deshojen las flores que perfumaban sus trenzas, ni de que ojos pecadores escudriñaran sus encantos que el pudor retenía en prisiones.

Con la caída de la Piñata moría el Carnaval, para volver a resucitar al año venidero, y cuando aún no habían acabado de recoger los pedazos rotos de la Piñata, ya estaban ideando en la del próximo.

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