Alberto Garzón.
En cierta medida, Julio Anguita no era de este mundo. Al menos no del mundo de la política actual: ese ecosistema inundado de gritos, aspavientos, hipérboles, demagogia y descalificaciones que ahoga nuestro día a día. El estilo con el que Julio transmitía siempre fue otro: el de la pedagogía, la explicación detallada y la discrepancia respetuosa. Y armado con esos instrumentos y con un profundo bagaje de cultura general, él se adentró con convicción en la gigante tarea de cambiar este mundo de base. No es poca cosa.
Este no es lugar para repasar apresuradamente su compleja y completa biografía política. Hay registros suficientes en los libros que escribió –solo o acompañado– así como en las crónicas políticas de las últimas décadas. Sin duda, siempre es buena idea leer sus textos y escuchar sus discursos, los mismos que animaron a miles de personas a interesarse por la política. A contribuir a mejorar este país. Entre ellos, al que escribe estas letras: le debo a Julio haberme convencido, sin él saberlo, de militar en el Partido Comunista de España. Cuando bastantes años más tarde se lo recordé, me contestó con su acidez habitual: “A mí no me eches la culpa de eso, carga tú solo con esa responsabilidad”.
Aquella responsabilidad creció de manera exponencial cuando nuestros compañeros me eligieron para ocupar el cargo que él en otro tiempo había ostentado, el de coordinador general de Izquierda Unida. Era comprensible sentirse pequeño a su lado. Siendo Julio coordinador, contribuyó de manera mucho más que notable a dignificar la política. Su elocuencia era manifiesta, pero sobre todo destacaba de él el fuerte apego a los valores y a los principios de la izquierda cívica, democrática y comunista. Él era un profesor, un hombre de virtudes republicanas que nunca dejó de querer aprender y tampoco de querer enseñar.
Aunque los problemas del corazón le alejaron de la primera línea política, Julio siguió siendo un referente principal en este país. Desde esa posición más sosegada, “de retaguardia” como a veces gustaba de decir, impartía enseñanzas a través de sus artículos, de sus apariciones en prensa y de algunos pocos actos públicos que hizo en los últimos años. Incluso participó en algún que otro mitin electoral, apoyando a Izquierda Unida y más tarde a Unidas Podemos. Todavía hace unos pocos días nos mandaba ánimos a quienes ahora estamos en el Gobierno y nos recordaba que lo más importante, “lo prioritario”, era la construcción de una sociedad civil activa y formada, capaz de frenar a la extrema derecha y de alumbrar una nueva sociedad que hiciera del cumplimiento de los derechos humanos el eje de todo proyecto político. Ese era su objetivo.
Julio aspiraba a que la política se convirtiera en el arte de la deliberación racional, del legítimo choque de ideas del que saldría triunfante la posición correcta. Sin embargo, no era un hombre ingenuo, y su paso por la política activa le había proporcionado suficientes enseñanzas como para reconocer que su ideal distaba mucho de parecerse a la realidad. A mí personalmente me alertó de las eternas disputas internas en los partidos, de los documentos congresuales que se aprueban y no se cumplen, de las banderas que se usan para enfrentar a los pueblos olvidando las clases sociales y del negativo papel que en la formación ciudadana tenía cierto embrutecimiento mediático. Sabía que necesitábamos fomentar en la sociedad el pensamiento crítico, alimentar la curiosidad innata que tenemos todos por aprender cómo funciona el mundo y, sobre todo, quería estimular la capacidad de los de abajo para movilizarse frente al abuso de los de arriba. Su causa era una causa justa.
Julio siempre tuvo muy identificados los riesgos de quiebra de nuestra sociedad. Desconfió de la modernización española de los años ochenta, a la que supo reconocer sus aciertos, pero a la que no perdonó sus errores. Su visión crítica del proyecto europeo resuena hoy como un eco terrible sobre las realidades cotidianas de los pueblos del sur. La lucha de Julio contra el neoliberalismo europeo ha sido y será, sin duda, uno de los ejemplos más evidentes de su propia lucidez. Él no era adivino, sino un hombre inteligente que supo rodearse de gente inteligente. Por eso Julio se alzaba sobre todos los demás con el uso del entendimiento, y sin dogma alguno. Y la gente le escuchaba; le escuchábamos. Incluso sus más fervientes críticos sabían reconocer en él su firmeza y capacidad; infundía respeto.
Conviene recordar que Julio nunca sacralizó nada. No lo hizo con su partido, pues detestaba el patriotismo de siglas, aborrecía de los continuos idus de marzo que tenían lugar dentro de las organizaciones, y prefería la lealtad a las ideas y a la razón. Pero tampoco sacralizó su propia figura, y dedicó muchos esfuerzos a estar alerta frente a ese riesgo. Ni siquiera le gustaba que le pidieran hacerse una foto con él, y no en pocas ocasiones respondía con sequedad que no era un cantante de rock. Él, Julio Anguita, era un servidor público. Nada más y nada menos. Y gracias a eso es un ejemplo que deberíamos ser capaces de extender.
Hoy el hilo rojo de Julio Anguita se ha apagado. Estoy convencido de que, si nos pudiera ver aquí y ahora, llorando y lamentando no haber aprendido aún más de su sabiduría, nos echaría la bronca. Probablemente nos diría que ese hilo rojo tiene que continuar, y que la responsabilidad de esa tarea recae en cada uno de nosotros. Sea así. Amigo Julio, allá donde estés, te queremos y te echaremos de menos. Salud y República.
Alberto Garzón es coordinador federal de Izquierda Unida y ministro de Consumo.