En el vaivén de la vida bailan los recuerdos. Hace unos días no pude evitarlos al contemplar esta bella estampa de la Cuesta de Jesús fechada en los años sesenta. Con la imagen fijada en el papel pude transitar el tiempo y caminar por las calles de mi infancia, el corazón me atracó armado de una nostalgia pegajosa, de una emoción ahogada por décadas de distancia.
En apenas un segundo, contemplando esta imagen como quien gira en una esquina, pude volver al pasado como si nunca se hubiera ido. Allí seguía, diferente, la monumental Cuesta de la Parroquia. Entonces me parecía enorme y ahora compruebo que, también en esto, nos engañó la niñez con sus dimensiones tramposas y sus sueños incompletos, que se quedaron a medias.
Y de repente lo veo, al niño callado que jugaba a sacar arañas patúas de los agujeros que asomaban entre los guijarros que cubrían las aceras bajo la sombra de las viejas acacias. Fueron aquellos primeros años en la escuela de la Cuesta, en los que descubrimos el tiempo que no pasa nunca porque constituye los cimientos de nuestras vidas.