Adiós a dos buenas personas

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La realidad de la pandemia que sufrimos sigue azotando a nuestro pueblo. Los fallecimientos van creciendo en una estadística que se acerca ya a la veintena, noticias que van sacudiéndonos interiormente y llenándonos de un pesar que es inclusivo para todos y cada uno de los difuntos.

Ayer se marchaban dos aguilarenses. Dos bellísimas personas que dejan una estela de pesadumbre en quienes, de una u otra manera, han estado vinculados a su  trayectoria vital, pues son muy conocidos y queridos.

La huella de  Antonio Luque Montesino “Pichuli” es innegable. Ha sido, sin duda, el baluarte de las bandas de tambores y cornetas de la Semana Santa de Aguilar desde mediados del pasado siglo XX. Una recorrido musical que ha mantenido prácticamente hasta su partida, constituyendo un eslabón incuestionable en la historia de la música cofrade local.  Desde las antiguas centurias romanas de los años sesenta, pasando por bandas, como la antigua de la Virgen de los Remedios, o la actual Agrupación Musical Santa Cecilia, han  llevado y lleva el marchamo y la entrega de un hombre que consagró a esta afición y arte toda su vida. Por eso, su marcha deja un vacío tremendo y ha sacudido emocionalmente  a quienes lo recordaremos siempre con una trompeta en sus manos.

Y duele especialmente también la despedida y el adiós a una persona joven que se ha ido tras luchar enconadamente contra el virus hasta el último soplo de vida. José María, docente  de vocación y enseñante innato,  diestro músico y artista congénito,  familiar,  aliado y amigo de sus amigos. Todo un semillero de virtudes que han ejemplarizado su vida. Con José María Espadas Lastre el silencio se hacía virtud y la palabra tenía una función referencial, pues siempre equivalía a respeto.

Con Espadas se cumplía siempre el manido dicho que asevera  que quien tiene un amigo tiene un tesoro. Y es verdad. Los buenos amigos son un bálsamo para la vida. Las amistades profundas y sinceras son escasas y, por eso mismo, es bueno que aprendamos a valorarlas. Mi amistad con José María se rudimentaba en los años escolares,  por lo que tenía la intensidad emocional del pasado, revalidándose  de manera espontánea y sencilla con el afectuoso saludo que nos dedicábamos cada vez que nos cruzábamos en el camino. Un simple saludo lleno de sinceridad y confianza que apenas necesitaba de la palabra para verificar el afecto.

En estos momentos en los que me acuerdo del amigo –lejos ya del sufrimiento padecido- revivo aquellas letras de las sevillanas que hace ya años hicieron famosas los “Amigos de Gines” cuando decían “algo se muere en el alma cuando un amigo se va….”. El destino lo ha querido así, pero no puedo eludir la tristeza por la pérdida de estas personas. Así que, con todas estas ideas que me dan vueltas en la cabeza, me he puesto a escribir. La amistad lo merecía.

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