
Diego Igeño
Con el inicio del verano me vuelvo sumamente nostálgico. Mi mente vuela a tiempos pretéritos cuando el comienzo de esta estación suponía una página en blanco por escribir, un vaivén de emociones, una fiesta sin fin. Vuelven a mí escenas en la piscina El Lago con aquella vieja “jukebox” donde reproducíamos “El rey del pollo frito” de Ramoncín, “Goodnight tonight” de Macca y sus Wings y “Ay cordera” de La charanga del tío Honorio de la que recuerdo aquellos versos tontos que repetíamos a pleno pulmón: “pasamos muy buenos ratos echando pan a los patos y cuanto más pan echamos mejores ratos pasamos”. Luego tras la paliza del sol, tocaban las friegas de alcohol de mi madre para restañar la piel achicharrada. Eran veranos de muchas siestas arrellanados en la sombra de la calle Don Teodoro, compartiendo con los mejores amigos de entonces (siempre unidos, por siempre inseparables) nuestros afanes, sueños y amores fallidos porque no nos interesaba nada más en este mundo que nosotros mismos y las chicas que efímeramente ocupaban nuestros corazones y nuestras poluciones nocturnas. Eran veladas infinitas de vueltas por el Llano, de primeros acercamientos a amores nacientes, de conversaciones inacabables y discusiones bizantinas, de borracheras iniciáticas, de futuros brillantes por descubrir porque aún todo era posible, de viajes a Sitges para averiguar, como escribió Paul Éluard, que había otros mundos que estaban en este.
El eje central de aquellos estíos era la feria real en la que, apretujados durante horas en la caseta de los estudiantes o en la de las Juventudes, corría el alcohol, el sudor, el sexo y el amor/desamor. Cuando acababa, iniciábamos el descenso que nos conducía al otoño e indefectiblemente al comienzo del nuevo curso.
Hoy, cuando se ha producido un eclipse total en mi corazón, como cantaba Bonnie Tyler, uno de nuestros iconos sexuales de juventud, el verano ya no supone nada apasionante ni ilusionante en mi vida. El día a día, rebozado de tedio, transcurre entre horas de trabajo y obligaciones varias. Ya no espero con ilusión suspirar al cruzarme por la calle con “aquellachicaquetantomegusta”, ni angustiarme por un nuevo primer beso robado. Ahora las siestas me aletargan y ya no tengo amigos con quien compartirlas, las ferias se me han agriado en el cuerpo y en vez de descoyuntarme con Deep Purple, me veo bailando “Paquito el chocolatero” en las casetas de los carrozas (hasta mis expresiones denotan que soy ya una antigualla), y descubro que lo que más me apasiona son las pequeñas cosas cotidianas, las rutinas repetidas y, en suma, la dorada mediocridad. Las quimeras juveniles quedaron ancladas en el pasado. Me doy cuenta de que estos que vivo son ya veranos otoñales, llenos de pasos perdidos y paseos siempre repetidos que me preparan para lo que ha de venir en un futuro próximo: los veranos invernales que atormentarán la última fase de mi existencia en un monótono ronroneo “du lit à la fenêtre, puis du lit au fauteuil et puis du lit au lit” (Jacques Brel).