Según relata las crónicas, fue el 17 de noviembre de 1671 cuando se inaugura el convento de las Carmelitas Descalzas de Aguilar, tras haberse prolongado las obras de construcción del cenobio e iglesia tres largos años, ya que se iniciaron en 1668. Se cumplirá pues el próximo mes de noviembre tres siglos y medio de uno de los edificios más vetustos de nuestro patrimonio histórico artístico.
Con tal motivo se van a celebrar actos y eventos que conmemorarán tan destacada efemérides y que promoverán, desde distintos ámbitos, el conocimiento sobre el arte, arquitectura, historia y riqueza espiritual que atesora dicho edificio. Y sin duda, también se pondrá el acento en resaltar la biografía del principal valedor de dicha construcción, don Rodrigo de Varo y Antequera. Incluso se ha anunciado por parte del Ayuntamiento la ubicación de una escultura en bronce que perpetuará su memoria para las generaciones venideras.
En los últimos tiempos se están revelando novedosos datos sobre el ilustre patricio, que amplían los que dejó escritos Palma Varo en su “Apuntes para la Historia de Aguilar de la Frontera”. También se han editado estudios sobre la construcción del convento aguilarense, entre ellos el titulado “PATRONAZGO ECLESIÁSTICO EN LA ANDALUCÍA MODERNA: EL CONVENTO DE CARMELITAS DESCALZAS DE AGUILAR DE LA FRONTERA, cuya autora es Dª. Lorena Alberca Romero, en el que se aborda la fábrica del convento desde distintas esferas. Una de ellas refiere el alcance que tuvo esta empresa constructiva las mujeres, especialmente las del entorno afectivo del don Rodrigo.
Conocemos que su vínculo familiar femenino lo encabezó, como no podría ser de otra forma, su propia madre, la montulqueña María de Antequera, aunque, ante la prematura muerte de esta, quedó al amparo de su abuela paterna María de Carmona y Carrillo, junto a sus dos hermanas, Teresa y Ana, que profesaron como religiosas en el convento clariso de “Las Coronadas” de Aguilar.
Sin duda, y así lo refieren los legajos, entre las mujeres más relevantes e influyentes en la vida privada e intima de don Rodrigo estuvo un amor de juventud cuya identidad oculta la historia, a la que se sintió tan conjugado que la dotó para que tomase el habito de religiosa en un convento de Córdoba y evitar así el romper la armonía de su matrimonio, ya que en 1657 contrajo primeras nupcias con María Josefa Fernández de Toro y Castroviejo. A la hermana de esta, su cuñada Ana Fernández de Toro, la entró de monja en el convento de las Carmelitas Descalzas de Écija, y a partir de ese momento acarició don Rodrigo la idea de fundar un convento femenino de esta orden en Aguilar.
A la muerte de su esposa, Rodrigo de Varo emprende sin dilatación la empresa fundacional que fue rematada el 17 de noviembre de 1671. Fue su cuñada quien se trasladó desde el convento de Écija para conformar, junto a otras cinco religiosas, la primera comunidad monjil del convento carmelita de Aguilar, en el que entrarían dos de sus tres hijas, Josefa y Ana, que ingresaron muy jóvenes en el convento y allí consumieron sus vidas.
En los 350 años transcurridos desde aquel lejano 1671, el Monasterio de San José y San Roque de Aguilar (Carmelitas Descalzas), ha sido el destino de muchas señoras que tomaron los hábitos e ingresaron en este convento, lo que las convierte a todas en las mujeres de don Rodrigo de Varo y Antequera. Tal como recoge Lorena Alberca Romero en su tesis:
No se puede comprender el papel de la mujer en el convento ni tampoco las miles de vocaciones religiosas femeninas en el Antiguo Régimen sin antes conocer la consideración social que tenía el género femenino en todas las facetas de la vida en general.
Desde su nacimiento hasta su muerte, la mujer estaba siempre bajo la autoridad del padre y, cuando contraía matrimonio, del marido. De esta forma, la mujer era considerada prácticamente una menor de edad durante toda su vida. Solo quedaban fuera de esta autoridad las que ingresaban en los conventos, aunque en este caso estaría bajo las órdenes de una abadesa o priora. Incluso, las mujeres que llegaron a alcanzar los cargos de gobierno en los cenobios siguieron estando bajo la supervisión masculina, ya fuera del padre vicario del convento o de las autoridades provinciales de la orden.
Es por ello que, tanto en la casa familiar como en el convento, la supeditación de la mujer al hombre fue la tónica general en el Antiguo Régimen. Como consecuencia, la mujer nunca tenía capacidad para tomar decisiones por sí misma, incluso aquellas referentes a sus asuntos más personales. Era algo que estaba inserto en la mentalidad de la época, en la que la mujer era considerada un ser inferior, por naturaleza, al hombre, que debía guiarla y protegerla, ya que, implícitamente, al hacerlo protegía su honor y el de su linaje..
Como ya sabemos, el honor era un elemento muy importante y bien cuidado en la época que estamos tratando. Por tanto, la conducta de las mujeres repercutía directamente en el reconocimiento que la sociedad manifestaba hacia su familia y linaje. Ya desde una temprana edad las niñas eran educadas en el ámbito doméstico, donde se las preparaba para convertirse en buenas esposas y madres. Desde esta educación, en el porvenir de las hijas solo cabían dos posibles elecciones: el matrimonio o la entrada en un convento. Mientras que las mujeres de estado honesto –solteras parece ser que fueron las menos.
De esta forma, los padres se vieron en la dualidad de casar a sus hijas o de convertirlas en monjas, dos estados más seguros y mejor aceptados socialmente que dejarlas solteras. Si se optaba por la vía del casamiento se procuraba elegir a un cónyuge de la misma posición social o mejor, buscando siempre el ascenso social del grupo familiar. Los matrimonios resultaban muy costosos ya que había que aportar una dote proporcional al estado social del futuro marido. Por esta misma razón, casar a todas las hijas suponía casar mal a alguna de ellas y, al mismo tiempo, se paralizaría el tan ansiado proceso de ascenso social. Sobre opcional vida conventual Domínguez Ortiz dirá que la necia vanidad reinante obligaba a muchas a esta solución no deseada para que la única hermana destinada al matrimonio pudiera llevar un ajuar fastuoso y una dote crecida161
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Ante este panorama, el convento se presentó como la solución perfecta que encontró la nobleza y las élites locales, ambas completamente inmersas en su carrera social. El convento fue la solución magistral porque la dote o congrua necesaria para ser monja era muy inferior a la necesaria para casarse bien. Por otra parte, el estado religioso gozaba de gran estima social y el honor de la familia quedaría por siempre custodiado por los grandes muros del cenobio.
Muchas de las novicias que finalmente terminarían procesando pertenecían a los distintos grados de la nobleza, a las élites urbanas y a otros grupos sociales poderosos. De esta forma, tal y como afirma Enrique Soria, bastaría echar un vistazo a un árbol genealógico de cualquier familia de la nobleza española para saber si nos hallamos en el siglo XIX o en alguna centuria anterior, sin más datos que los que proporciona el hecho de tener una o más monjas por generación entre sus miembros femeninos..
Efectivamente, en la familia Varo habría también un número nada desdeñable de monjas entre sus miembros como podemos observar en el Árbol Genealógico II. De esta forma, muchas de las antepasadas de don Rodrigo ingresaron como monjas en el único convento femenino que hasta entonces había, el de La Coronada. Una vez fundado el de Carmelitas Descalzas tanto sus hijas como sus descendientes ingresarían en él. Al observar el árbol genealógico rápidamente nos percatamos de la gran abundancia de monjas que hubo en tan solo cinco generaciones. Las pocas mujeres de la familia que tuvieron la oportunidad de casarse, tanto antepasadas como descendientes, lo harían con cónyuges acordes a su posición social o, incluso, con personas mejor situadas socialmente. Por otra parte, los hijos varones primogénitos también obtendrían matrimonios ventajosos, mientras que los segundones dedicarían su vida a la religión.
En este sentido también es interesante el artículo de Varo de Castro ya que nos proporciona el nombre de las primeras coristas del convento que fueron nombradas el día 17 de noviembre de 1671. Dichas hermanas coristas fueron: doña María de Varona, doña Josefa de Góngora, Antonia de Varona, doña María de Varo y Valenzuela, doña Josefa Fernández de Toro y Castroviejo -que entró con dispensa de edad de 9 años y 4 meses por ser hija de don Rodrigo- y su hermana carnal doña Teresa Manuela Fernández de Toro y Varo -con dispensa de edad de 8 años163. Aunque también da el nombre de dos de las hermanas de velo blanco y el nombre de las tres primeras Madres, me interesa sobre todo el de las hermanas coristas por apellidarse la mayoría de ellas Varo o Varona y, por supuesto, por encontrarse entre ellas dos de las tres hijas del fundador.
Como he dicho, los conventos estaban prácticamente habitados por mujeres pertenecientes a estratos poderosos y no por simples campesinas. Esto denota, evidentemente, una actitud de ahorro por parte de la familia o linaje que prefería confinar a sus miembros femeninos en un cenobio antes que afrontar el gasto que suponía una dote para su casamiento. De esta forma, la familia conservaría más dinero y bienes que transmitirán a su heredero varón primogénito. Además, las ventajas del convento no acababan aquí. Al profesar, las muchachas debían ceder por escrito cualquier futuro derecho hereditario sobre los bienes familiares. Esta acción recibe el nombre de renuncia de la legítima, tanto la parte legítima correspondiente a la parte paterna como a la materna. Sobre esta circunstancia poseemos un ejemplo extraordinario, se trata de la renuncia de la legítima de doña Ana de Varo, hija de don Rodrigo de Varo y Antequera, cuya transcripción el lector puede consultar en el Documento XXIII.
También sobre este tema nos aporta un dato curioso la ejecutoria de hidalguía de don Andrés y don Rodrigo que tanto juego ha dado a lo largo del presente trabajo. De esta forma, uno de los instrumentos presentados por estos dos personajes fueron algunas cláusulas del propio testamento de Rodrigo de Varo y Antequera, una de ellas dice así: «Declaro que fui casado legítimamente infancie eclesie con doña María Josefa Fernández de Toro que santa gloria haya, hija legítima de don Andrés Fernández de Toro, alguacil mayor que fue del Santo Oficio de la Inquisición de la ciudad de Córdoba, y de doña María de Castroviejo su mujer, vecinos que fueron de esta villa. Y que de este matrimonio tuvimos por nuestros hijos a don Andrés Fernández de Toro = doña Teresa = doña Ana de Varo = y doña Josefa que murió religiosa profesa en el convento de Carmelitas Descalzas de esta villa, donde las dichas doña Teresa y doña Ana de presente son religiosas novicias, y que la parte de herencia que le toca de dicha su madre y mía a la dicha doña Josefa renunció en la dicha Ana de Varo su hermana, declárole para que se sepa»164
En cuanto a la dote, no cabe la menor duda que era uno de los principales ingresos con los que contaba la comunidad religiosa. La dote o congrua solía pagarla el padre de la novicia y estaba constituida por una cantidad de dinero, se podía pagar en metálico, en bienes raíces y en censos. El Concilio de Trento señalaba que esta cantidad había de ser satisfecha antes de la profesión. Además, también se solía añadir a la dote una cantidad destinada al ajuar conventual y a los alimentos del año del noviciado, junto con una cantidad de cera para el ingreso en el convento y otra para el momento de la profesión. En cuanto a la cuantía de la dote solía oscilar sobre los mil ducados, por ejemplo, sabemos que la cuñada de don Rodrigo aportó mil ducados de dote cuando entró como novicia al convento de Carmelitas Descalzas de Écija.
También, María Araceli Serrano nos informa que en Lucena la cantidad solía oscilar entre los 1.200 y los 800 ducados. Además, parece ser que muchas de las muchachas procedentes del estamento noble o de las élites locales no solo pagaban por entrar en los conventos, aportando una dote más o menos fuerte, sino que sus familias solían asignarles dotaciones de por vida, incluso establecidas contractualmente de modo que si los conventos podían ser pobres, sus ocupantes no tenían por qué serlo. De hecho no debemos olvidar que, como bien afirmó el gran Domínguez Ortiz, fue también frecuente el llevar ajuares lujosos y labrar celdas espaciosas no sólo para ellas, sino para sus sirvientas; pues el número de sirvientas y esclavas en los conventos estaba lejos de disminuir.
Por otro lado, la mayor parte de las fundaciones de conventos también estuvo motivada por el problema de la colocación de las mujeres de la familia. Además, las iniciativas fundacionales parecen emprenderse con el objetivo de la entrada inmediata de las hijas. El ejemplo más claro lo tenemos en las tres hijas del propio don Rodrigo, como hemos visto anteriormente. Además, los cenobios también solían fundarse para acoger a hijas u otras parientes que ya eran monjas y que habían profesado en otros conventos, como también es el caso de Ana de la Encarnación, cuñada de don Rodrigo.
En definitiva, muchas de las fundaciones conventuales se concibieron como una empresa vinculada con los intereses familiares directos. De esta forma, no solo se planearon como realizaciones que debían quedar al servicio del linaje y de la parentela a través de las condiciones que estipulaban la reserva de plazas sin dote par sus mujeres, sino que sirvieron de forma inminente a las mujeres, normalmente hijas de los fundadores.
Con el tiempo, y según iba avanzando la vida del nuevo convento de Carmelitas Descalzas de Aguilar, muchas monjas acabarían profesando en el mismo convento donde lo hicieron sus hermanas, tías, primas e, incluso, hasta sus propias madres una vez hubieran enviudado. Se trata, en palabras de Enrique Soria, de auténticos conventos familiares, que por otra parte suelen estar favorecidos por las donaciones y fundaciones de toda la parentela.
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