Diego Igeño
En todos los hogares existen innumerables historias que se desgranan cotidianamente y que forman parte de una herencia compartida que enlaza a los vivos con los muertos a través de un pons seclorum. Muchas veces surgen en conversaciones intrascendentes, alrededor de la mesa camilla, al calor del brasero; otras, nacen al cobijo de las celebraciones; otras, sin embargo, se cuelan en los velatorios cuando alguno de los nuestros ha fallecido; ahí el primo Paco contaba una y otra vez las andanzas del chache Diego, de sus padres, de los abuelos, de todos nosotros. Ya no podrá narrarnos más esas viejas sagas. El último entierro familiar al que asistimos fue precisamente el suyo porque una caída en casa trajo la trágica consecuencia de su muerte. No era ni mucho menos un chaval, pero, sin duda, fue un suceso inesperado. La narración adquiere las más de las veces caracteres míticos en los que cuesta distinguir lo real de lo imaginado. Se desgranan leyendas mágicas, como la de la casa encantada donde se hacían los panes solos, y episodios infaustos, trágicos, pero la mayor parte de las veces se habla de vidas cotidianas de gentes sencillas que ocuparon sus años en trasegar con los quehaceres diarios sin otro afán que vivir dignamente, con la cabeza bien alta, con honradez y entrega. Son el pegamento que une a esta familia que, al margen de una sangre común, ya no comparte apenas nada. El tiempo ha pasado, las anécdotas se remontan a muchos años atrás cuando nada era como ahora, cuando el reloj andaba a un ritmo mucho más lento, cansino incluso, y la conexión con la naturaleza y las cosas era más estrecha, cuando los lazos familiares se entretejían con el mimo del contacto diario y, demasiadas veces, con las penurias y el sudor compartidos. Las prisas actuales, los medios técnicos que ¿nos acercan? y la abundancia han evidenciado la lejanía existente entre todos nosotros.
Desde tu centenaria atalaya divisas hoy el surgimiento de una pandemia que ha trastocado los pilares de la sociedad y que ha querido alterar tu vejez. Ya estás vacunada contra ella y contra todo, “vacuná” de espanto, como decimos aquí, tras tantas velas sopladas. Tus hijos estamos tranquilos porque este nuevo obstáculo no interrumpirá tu plácida existencia. Has visto tantas cosas que sólo te quedaba ser testigo de esto. Más de cien años dan para mucho: dos dictaduras, una república, una guerra, tres reyes, hambre, piojos, miseria, lágrimas, un matrimonio, hijos, emigración a Barcelona, la viudez, en suma, casi todos los episodios que entrelazan la historia reciente de España con la tuya propia y también con los de la existencia de cualquier persona. Por los pelos, por apenas unos meses, no viviste aquella epidemia de gripe española que tantas vidas segó, incluso en tu querido Aguilar (¡qué injusta a veces la historia pues nos ha colocado el erróneo sambenito de una enfermedad que no surgió aquí!). Pero, da igual, tú siempre a lo tuyo que era vivir y sacar adelante a tu familia cuando las cosas venían mal dadas. Puntada tras puntada, aguja e hilo, cinta métrica, tijeras y jaboncillo eran las herramientas que te hacían convertir un trozo de tela en una indumentaria apta para el trabajo, para vestir, para cubrirse. Puntada tras puntada, noche y día, hasta quemarte las pestañas, hasta casi perder la vista, hasta combar tu espalda como un arco. No quedaba otra. Había que comer, había que vestir a las niñas, había que sobrevivir. Puntada tras puntada, hilo tras hilo, pespunte tras pespunte. Te desplazabas a las casas de tus clientes. Ellos, la mayoría ya amigos, apreciaban tu minuciosidad, tu destreza, tu elegancia, tu saber estar, tu puntualidad, tu discreción. Jornada tras jornada, día tras día, sin descanso, puntada tras puntada. Salir al alborear, volver cuando ya no se podía más. A la luz de una vela o un candil, primero, luego a la de una bombilla, al calor del brasero con picón o cisco, perfumado con alhucema, sentada en sillas de enea o de escay. El almuerzo y una pequeña soldada eran tu recompensa. Las conversaciones se desgranaban, la radio os entretenía a veces, pero tú a lo tuyo, puntada tras puntada. A veces, te convertías en lectora y amanuense de cartas cruzadas con personas que no habían tenido la suerte de aprender a escribir, como te pasó en alguna ocasión con Dolores “La Roja”. Y mañana, vuelta a empezar. Hilo tras hilo, corte, marca, pruebas y la tela que se convierte en traje. Así todos los días, haga frío o haga calor. No hay elección posible. El dinero hace falta en casa, hay que tener a las niñas limpias, aseadas, con ropas presentables y bien comidas.