El otro día a causa de un error organizativo, nada imputable a mi intención, terminé por pasar unas horas “perdida” en Córdoba. Al principio me molestó que la organización del evento al que fui invitada hubiera resultado tan caótica, que no hubiera comunicado con tiempo suficiente el horario de la actividad a la que me habían convocado. No obstante, y como medida preventiva, siempre llevo un libro para llenar los espacios y tiempos de espera en caso de que se produzcan.
Una vez verificado que la actividad a la que estaba citada era por la tarde, y no por la mañana, pensé que tenía dos opciones: volverme sin acudir a la cita dando el día por perdido, o esperar a la tarde, que es cuando estaba programada, aunque supusiera “perder” 8 horas.
Pasada la incertidumbre del principio miré al cielo y… hacía un día precioso, algo fresco, cosa que agradecí en una ciudad como Córdoba. Empecé a caminar y a perderme por la mezquita o las calles de la judería (mi orientación es nula). No tenía prisa.
Miraba a los viandantes pasar sin cruzar nuestras miradas. Me sentía anónima en el vericueto de calles estrechas, escaparates de telas vistosas o joyas de filigrana que pretendían llamar la atención de compradores. La mía también.
Respiré profundamente con la sensación de que el tiempo me era regalado sin que me sintiera culpable por perderlo. Pregunté a la dependienta de una relojería cómo podría llegar a la plaza de las Tendillas y amablemente me explicó las direcciones que debía seguir. Me ofreció un plano para situarme, pero lo rechacé amablemente ante mi nula capacidad para situarme en un papel. Prefería seguir sus instrucciones y confiar que alcanzaría mi destino. Así lo hice.
En el camino a las Tendilla encontré una ¿comercial? De médicos sin fronteras que pretendía hacerme socia de la ONG. Me detuve, la escuché concienzudamente, la felicite por su pasión para conseguir una afiliada más, pero finalmente le dije que ya tenía mis ONGs que sufragaba y a las cuales era afín, y que estos temas los decidíamos en la familia. Pese a la frustración de no haber conseguido mi afiliación, agradeció mi escucha. Alejandra y yo nos despedimos con comprensión mutua y simpatía, hasta con una sonrisa.
Llegué a las Tendillas donde me detuve en una esquina para otear el espacio que se abría ante mis ojos.Miré hacia arriba y descubrí la silueta que dibujaban los edificios en el horizonte, el porte de la estatua central de la plaza, la coreografía caótica que componían los caminantes. La vida ajetreada de las terrazas con sus desayunos.
Seguí caminando hacia el Gran Teatro, y a su espalda, encontré un bar discreto donde podía desayunar y abrir por primera vez el libro que había llevado para acompañarme. Un café con leche y la historia de “Kafka en la orilla” de Haruki Murakami, consiguieron abstraerme un rato. Me zambullí en la historia tan extraña y misteriosa que me había atrapado.
Pasado un tiempo prudencial sin consumir más que el solitario café con leche, pagué y me acerqué al Boulevard del Gran Capitán. El lugar estaba burbujeante.Había más bares ofreciendo desayunos, un espacio reservado a la guardia civil, donde hacían promoción de la carrera militar, un músico callejero que elevaba sus notas por encima de todo aquel ruido sin orden ni concierto. Hallé un banco estratégico en el que sólo cabían mi libro y yo y continué la historia por donde la había dejado.
Me sentí bien: la temperatura, la música, la historia en la que estaba imbuida, el ruido de la vida ocupando todo el espacio…estaba disfrutando.
A la hora convenida busqué a mi sobrina y fuimos a almorzar a un lugar tranquilo. Hablamos de nosotras, de sus historias y las mías; y a las 5 de la tarde, como en el poema de Federico García Lorca, me despedí de ella para asistir al acto al que estaba convocada aquel día. Pude oír las intervenciones de tres personas y tuve que salir antes de que finalizara, porque se me hizo muy tarde.
De ese día recuerdo una sensación de bienestar que tiene que ver con la aceptación de los acontecimientos tal y como llegan, de valorar lo que hay a tu alrededor descubriendo todos los matices que nos ofrece. Sentir lo que no puedes explicar con palabras como las emociones que provocan la música, la luz azul de ese preciso día, el sentirte en comunión con tu ritmo interior suene lo que suene a tu alrededor…lo que algunos llaman “la poesía de las cosas”
Carmen Zurera Maestre