Vivir tiene tu propia narrativa.

Desde muy pequeña tuve la necesidad de escribir. Al principio soñaba que podía ser una hermosa profesión, que a la par de satisfacer una necesidad íntima, incluso podía ayudarme a vivir. Pronto me di cuenta de que no tenía ese “don”, y que, si lo hubiese tenido, me faltaban otras cualidades necesarias para cultivarlo: la constancia, la imaginación, la motivación suficiente para dedicar el mayor tiempo posible a esa tarea. Sin embargo, descubrí que escribir era más un recurso “terapéutico” que me sirvió por años para digerir debates íntimos, batallas internas; cruentas y radicales, que me resultaban difíciles de compartir con mis semejantes.

Conseguí apilar una considerable cantidad de papeles o libretas escritos que releía de vez en cuando antes de hacer limpieza. A lo largo de los años y a través de las palabras, pude componer un mapa de mis emociones que giraban, como en la teoría del eterno retorno, sobre los mismos temas: viejos miedos, recurrentes crisis o luchas inacabadas que solo esperaban que alguien las diera por finalizadas. Yo misma.

No podría datar el momento en el que me hastié de aquella sobredosis de palabras que no conseguían crear nada nuevo. Sí recuerdo que hice un rito: preparé una hoguera casera donde inmolé mi alma con sacrificio y dolor para salir de las llamas, pura, nueva.

Después de aquel momento han transcurrido años sin que quede testimonio escrito y tengo más canas, menos lágrimas, más aceptaciones, menos ira.

Ahora me animan de nuevo a escribir, y me dicen:” … de lo que sea, de lo que tú sepas” siento cómo me aparece una sonrisa imaginaria y pienso ¿Qué es lo que yo sé?, si cuanto más aprendo, más necesidad de seguir profundizando tengo. Aprender es como llegar a cruces de caminos a los que te asomas y los que puedes seguir si te motivan lo suficiente o simplemente quedarte en la superficie, con ideas someras, que por lo menos te ayudan a ser prudente con las opiniones, porque desde el desconocimiento es muy fácil sentenciar. Por eso cada vez más tiendo al silencio.

Aprender me ha servido, me sirve, para mi propio provecho, es decir, aquello que me aporta un nuevo conocimiento, un mayor bienestar o una concepción distinta sobre algo que me ayuda a desmontar mis propios prejuicios.

También pienso ¿Para qué sirve lo aprendido?, si una de mis mayores certezas es que nadie aprende de cabeza ajena, si la propia experiencia no es válida para legarla ni siquiera a los seres que amas, si cada una de las personas debe hacer su propia trayectoria para llegar a su mejor versión.

Quizás solo sirve para darle sentido a esa frase recurrente de las películas: para encontrarnos a nosotros mismos. Para ser coherentes entre lo que decimos y lo que hacemos, para mirarnos al espejo y reconocernos como seres que, llegados a un momento impreciso de la vida (cada cual tiene el suyo), se acepte y se quiera.

Carmen Zurera Maestre

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