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Diego Igeño
Hoy me he dado cuenta de que las historias que estoy escribiendo no te las estoy contando a ti sino a ellas, que el diálogo que estoy manteniendo no es sólo contigo sino también con ellas. Ellas son las verdaderas receptoras de una historia familiar que no sabemos hasta dónde hundirá unas raíces que son las nuestras, que ya también son las suyas. Por eso, cada palabra, cada reflexión, cada sentimiento están dirigidos a ellas. Tú ejerces, ya lo he dicho, de “pons seclorum”, yo de mero amanuense para trasladar las narraciones que tantas personas me contaron para que ellas las conozcan y sepan de dónde vienen. Así se entretejen los lazos familiares: con la convivencia diaria y con el pasado común.
Hace más de dos décadas que irrumpieron en nuestras vidas para cambiarlas, para mejorarlas. Y ya entonces empezasteis a compartir vuestro tiempo, a hablaros, a dedicaros sonrisas y afectos como también ocurría con su otra abuela, Yayo. Tú las acunabas cantándoles viejas canciones, les contabas historias vividas o imaginadas como antes habías hecho conmigo, las cuidabas con paciencia y con la sólida ayuda de tu hija. Repetíamos el ritual, que yo deseaba eterno -¡qué iluso era!-, del almuerzo en familia los sábados en los que devorábamos suculentas albóndigas en salsa y montañas de “papes”. Primero yo solo, luego con Maricarmen, luego con Elena que había heredado sin saberlo, sin buscarlo nosotros, un nombre familiar varias veces utilizado desde que apareció en La Puente. Así es la rueda del destino familiar que provoca repeticiones caprichosas en su incesante giro sobre un eje temporal cambiante, a veces nimias, otras trascendentales.
Los años se han ido desgranando. Vamos atesorando los minutos, los segundos vividos a la espera de pescar los buenos recuerdos para guardarlos en una cajita mágica indestructible y mandar al rincón del olvido los malos (que son los que nunca se quieren ir). Pero al tiempo, miramos de reojo y con incertidumbre el futuro que siempre intuimos imperfecto y más en estas fechas de tantas incertidumbres y zozobras.
Cierro los ojos y me traslado unos años atrás cuando eran pequeñas, cuando su papi y su mami eran el centro de su mundo. Desempolvo recuerdos, cuentos inventados, tarros de fruta de la farmacia, viajes a Isla Mágica, películas de Disney y de Don Quijote y su bálsamo de Fierabrás, tardes de piscina en el chalé “alquilao”, ayes apretando con todas sus diminutas fuerzas, besos que nos dejaban pegados los labios sin poder separarlos, risas infantiles contagiosas y lágrimas de cocodrilo, paseos interminables por el Llano con los amigos, con esa comunidad de “padres parchosos” que tantos cuidados excesivos profesaron a sus hijos. Me invade la nostalgia y un puchero me atranca la garganta. “Es una niña, sí, sí, sí, muy pequeñita tico, tico, ti… “.