
Hay imágenes que rememoran el pasado y evocan esos años de nuestra vida en la que la infancia nos marcó tanto que todavía tenemos vivo el recuerdo de los días felices cuando, detrás de una pelota, brincábamos por las calles sin temor a que un carro nos atropellara.
Recordamos cómo era la calle donde corríamos de noche y de día, cuál era el apodo del dueño de la tienda de la esquina, cómo exhibía su dentadura preciosa la muchacha más bonita de la calle. Y queremos volver a mirar la casa en donde dimos los primeros pasos. Y volver a jugar en esos corredores amplios donde descansaba el abuelo. Y volver a cantar los villancicos que aprendimos en una nochebuena. Por todo esto es que se quiere ese espacio geográfico en donde les dimos alas a los sueños. Y a donde, ya en el otoño de nuestra vida, quisiéramos volver para que en sus aguas se sanen nuestras heridas y en sus portones reposen nuestros cansancios.
Esta imagen de los chiquillos jugando en medio de la calle San Cristóbal, a mediados del pasado siglo XX, permanece imperecedera en la memoria de quienes formamos parte de una generación que poco a poco va colmatando el ciclo de la vida en el que la infancia se hace más presente que nunca.