
Fueron años duros donde la miseria habitaba en los zaguanes de las casas de vecinos, arreciaba el hambre y los piojos escalaban por las desconchadas paredes de los patios y corrales; años de papel de traza y cartillas de racionamiento: se freía sin aceite, se hacían pucheros únicamente con huesos y hasta tortillas sin huevo; años de quinqueles humeantes en las habitaciones, de trabajo duro y poco jornal; años de guisos de pocas papas y mucho caldo. Tiempos del estraperlo alimenticio y moral.
Y en la memoria de esos años quedaron los recuerdos de una infancia entumecida por los rezos y plegarias coreadas en las celebérrimas primeras comuniones organizadas en la iglesia del Hospital por las monjas, con sor Modesta a la cabeza, y como oficiante el “glorioso” don Julián. De maestro de ritos un viejo y malhumorado sacristán, defensor del Ave María, que repartía pan y chocolate a los niños comulgantes tras concluir la ceremonia.