
Diego Igeño
Vivimos una época tan ajetreada que qué sería de nosotros si no tuviéramos un remanso de paz. Cada persona debería crearse el suyo. Ese lugar -o ese instante- en que te encuentras en armonía contigo mismo y con el resto del mundo, en que alcanzas el momento supremo, ese que durante al menos un segundo te hace rozar la felicidad y exclamar ¡qué bien estoy!; el que nadie puede arruinarte, el que tampoco destruirán porque lo has forjado con el cemento más resistente, el de las cosas sencillas y cotidianas, el que te hace aguantar, el que te hace vivir el presente conforme al aforismo de Lao-Tze en que se describen los estados de ánimo cuando te anclas en el pasado -depresión-, en el futuro –ansiedad- o en el tiempo actual –paz-. Has conseguido levantarlo casi sin darte cuenta, sin prestarle atención. Pero, de pronto, has notado que estaba ahí para refugiarte de los sinsabores, de los embates del día a día, de las continuas derrotas. Y también adviertes que no estás solo en él, sino que te acompañan esas personas que te completan, que han nacido para que tu mundo sea un poquito mejor, más cálido. Es como ese puerto que el barco busca para refugiarse de las tormentas y de las enormes olas que quieren tragárselo; es una de esas puertas que se abren para que tu percepción te lleve al rincón más idílico y calentito de tu interior, el que te abraza y te achucha en los ratos difíciles.
No es nada nuevo esto que digo. Cuando escribo esta nota, oigo casualmente en televisión, en un programa de “La 2”, una referencia a un concepto que no conocía vinculado a Dinamarca, considerado como uno de los países más “felices” del mundo (me gustaría saber cómo se establece ese ranking, sobre todo después de haber visto la extraordinaria serie danesa “Borgen”): “hygge”. Tiro de internet y descubro que su significado, al margen de consideraciones históricas y culturales, está diáfanamente relacionado con ese remanso de paz que tanto me ayuda, con la búsqueda del bienestar al apreciar los pequeños placeres de lo cotidiano. Lo describen como una filosofía de vida, aunque creo que utilizar la palabra filosofía para eso supone ir demasiado lejos por cuanto constriñe una parcela muy pequeña del ser humano; sería más pertinente hablar de una mera vía de auto-ayuda para la consecución un bien mayor.
En fin, me bajo de las ramas porque tengo tendencia a subirme en ellas. Sé que todos ustedes, amigos lectores, han fabricado ese remanso de paz, o que son cultivadores del “hygge”, que lo miman como si fuera una perla rara y que lo defienden como los padres a sus retoños. Y si no fuera así, a qué esperan para hacerlo. Su equilibrio se lo agradecerá.