Cuando tenga sesenta y cuatro años

Diego Igeño

Una de las canciones de los Beatles más simpáticas en su sonido forma parte del legendario álbum “Sgt. Pepper.’s Lonely Hearts Club Band”. Se titula “When I’m Sixty-four”. En ella, sus autores ironizan sobre cómo será su futuro cuando se vuelvan viejos y pierdan el pelo. El destino, caprichoso siempre, les robó esa posibilidad a dos de ellos, John, asesinado en 1980 a los 40 años, y George muerto de cáncer de pulmón a los 57.

Por el rabillo del ojo, atisbo ya mis sesenta y cuatro, si la Parca, claro, siempre veleidosa y cruel, no tiene a bien incluirme antes en su cosecha y llevarme p’alante. Ya lo ha hecho con dos grandes amigos a los que diariamente echo de menos. Si eso no sucede, cuando tenga esa edad estaré a una pizca de la jubilación.

¡Jubilación! Este concepto nunca había entrado en mi vocabulario y ahora, sin embargo, no cesa de martillear continuamente mi mente. Y siempre, siempre, se me viene a la cabeza la ingeniosa frase de Pepe Isbert en “La gran familia”: «Jubilado, jorobado, la misma palabra lo dice». ¿Supondrá para mí estar fastidiado? Como pueden imaginar no tengo la bola de adivino para ver el futuro ni tampoco la máquina del tiempo que ideó H.G. Wells, pero sí pistas en el presente que me hacen aventurar algunas conjeturas. No vale la pena que las comparta porque este artículo quiero que vaya por otros derroteros.

Habitualmente he disfrutado con mi trabajo, a pesar de que en algún momento hayan venido tragos amargos y de haberme tropezado con algunos indeseables. Ahora, por contra, la administración local me ha desbordado y se escapa de mi comprensión: la tecnificación y la burocratización extrema, el distanciamiento en el trato, la falta de empatía con el administrado y otros argumentos similares me hacen soñar con un porvenir en que computadoras con manuales de derecho administrativo en el disco duro nos sustituyan y atiendan al ciudadano. La voz será más metálica, pero la frialdad la misma. El mal se extiende por todas las administraciones públicas hasta llegar al esperpento de obligar a un usuario a irse a su casa y pedir una cita por internet pese a estar «in situ» en la oficina donde no «pueden» dársela. O a cargar sobre sus espaldas -y sobre sus bolsillos- los errores garrafales que en ellas se cometen pese a que les demuestres fehacientemente sus fallos. Es tal su arrogancia y prepotencia que no admiten moverse un milímetro de lo que tienen establecido en una práctica administrativa viciada que los lleva a jugar siempre con las cartas marcadas.
Todo ello me hace suspirar con el momento de bajarme de ese maldito barco y navegar por otras aguas menos procelosas, en las que me sienta a gusto. Y me pregunto, ¿vale la pena perder horas de sueño y de dedicación cuando vislumbramos una nueva dictadura, esta vez de la “tecnocracia 2.0”, al frente de los ayuntamientos que hará innecesarios los comicios porque serán – ¿son? – ellos quienes detenten el verdadero poder? La respuesta para mí es clara: con su pan se lo coman, pero déjenme en paz. Y a quien Dios se la dé, San Pedro se la bendiga.

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