Simbiosis del ayer y el hoy

El cielo de mi infancia cofrade era de un azul tan intenso como las capas de los hermanos del Caído…, diferentes a todas las demás. En aquel tiempo todo comenzaba el Miércoles Santo cuando las vecinas de la calle la Mata se reunían para asomarse en la esquina de “Las Descalzas” a ver pasar la cofradía “del cuello sucio”. Todo era más humilde y natural y mucho más íntimo.

Era una tarde con sabor a borrachuelos, y olor a las magdalenas que cocían las mujeres mayores en el horno del “Llorón”; tarde de chiquillería corriendo tras la banda que anunciaba la salida del Señor del Carmen, tarde en la que las manecillas del reloj nos aproximaban a la hora de la gloria, y también a la de la melancolía, pues a partir de ese día comenzaba el principio del fin.

La calle del Carmen y la Carrera se iban tiñendo poco a poco de túnicas morada y capas añiles dirigiéndose al altar de piedra sobre el que se eleva el Cristo sin nombre al que alumbra los ocho faroles de nuestra memoria… callada y silenciosamente. Entonces éramos felices en nuestra inocencia e ilusión de niños cofrades, aunque no tuviésemos ninguna túnica que vestir.

Por eso, el Miércoles Santo sigue constituyendo el pórtico anímico de la Semana Santa para los que éramos críos hace más de medio siglo; y Jesús Caído gozará siempre de los afectos más puros entre los viejos cofrades del pueblo. Porque con su imagen gozábamos la pureza del tiempo sin tiempo que constituye nuestra existencia; y porque Jesús Caído es la liturgia de una Semana Santa que permanece perenne en la eternidad de nuestras vivencias.    

Después llegó la Virgen cuajando de alegría la Plaza del Carmen, que es ya un bullir de expectación cuando el blanco palio asoma por la puerta del templo carmelita para inundar de Paz las calles del pueblo. Desde ese instante, las horas parecen volar y escaparse de entre nuestros dedos y en un abrir y cerrar de ojos habremos atravesado el alba del jueves Santo que nos introduce en la Semana Santa más añeja de nuestros recuerdos.

Este es el legado que recibimos de quienes nos precedieron en estos ritos y el que queremos dejar a quienes nos hereden en el tiempo venidero. Una orilla de devociones, antiguas y nuevas, que alimenten el alma de los que hoy, como los de ayer, tengan en las tradiciones de su infancia la esencia del ser cofrade.

Fotos: Jesús Prieto y Manuel Castro

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