Cuando la Luna de Parasceve asome por el horizonte de la sierra subbética, como cada año será la hora en la que los lutos presagiados en el hábito de los nazarenos del crucificado del Carmen adquieran la certeza de que el tiempo de espera se ha consumado y la anhelada “Madrugá” de Aguilar es ya inminente.
El toque de agonía en las campanas convocará al duelo por el Cristo expirante y muerto que se muestra asido al leño seco de la Cruz, y por el que, ya descendido del madero, es recogido entre blancos sudarios en el regazo de su Madre. La mudez del silencio se hace rezo para un Cristo que rompe las tinieblas de la noche oscura del alma para arrojar luz a nuestras vidas.
La noche que es camino a la unión divina y espiritual en ese viaje místico que es la estación de penitencia de los cofrades del Silencio. Un viaje a la unión con Dios y a la memoria de quienes nos precedieron en esta bendita tradición. Como dijera el carmelita más memorable: “¡oh dichosa ventura!”