Diego Igeño.
El otro día al levantarme me encontré en el espejo frente a un señor barrigón. No, no se preocupen, ni quería vacilarme, ni tuve que explicarle la lección, ni voy tampoco a cantarles ahora la canción de Leño. El caso es que con los ojos aún pintados de legañas por la mala noche pasada -por la maldita calor tropical que llaman ahora- tardé un rato en reconocerle; quizás debía decir en reconocerme porque, efectivamente, ese señor barrigón era yo mismo. Superada la estupefacción me dirigí a él (a mí), pero las primeras palabras que brotaron de mis labios sonaron irrespetuosas, descorteses: «¡Hay que ver, quien te ha visto y quien te ve… con lo que tú eras!». Suerte que él, o sea yo, tendemos al autocontrol y a la templanza. De haber sido otro, me hubiera arreado una hostia que pa qué. En lugar de ello, me esbozó una media sonrisa y me dijo: «¿Te crees que el tiempo no pasa para todos, que ibas a ser inmune a él?, ¿supones que esas arrugas que ahora adornan tu cara se cincelan por nada?». Ahí queda eso, el sopapo de realidad ya estaba dado y ahora tocaba apencar y reflexionar, o reflexionar y apencar que tanto monta.
El tiempo nos seduce y nos encandila, pero pese a quien pese pasa. Pasa para disfrutar y para sufrir, pasa para recordar y olvidar, pasa para aprender y crecer, pasa para amar y odiar y pasa hasta que se acaba, fini, scaduto, over. Sin embargo, antes de este fin previsto -aunque nos empeñemos en cerrar los ojos ante lo evidente e inevitable- suceden muchas cosas. Con todas ellas vamos conformando eso que llamamos vida que la mayoría de nosotros, y en esto creo que hay unanimidad, queremos cambiar. Todos creemos que nos merecemos una mejor y en desearlo se nos van millones de minutos. Y pese a que uno de nuestros trovadores afirma que “nunca el tiempo es perdido”, emplearlo en quejarnos y en pensar que la vida ha sido injusta con nosotros, que no nos ha tratado bien, en regodearnos con ese pensamiento, se parece mucho a perderlo. Por eso al señor barrigón que ahora veo en el espejo no le reprocho nada. Ha vivido, como todos también, la vida que ha podido no la que ha querido; a su manera -porque en definitiva solo son maneras de vivir-, intenta disfrutarla, apurarla, bebérsela a sorbos pequeños que no atraganten en compañía de los que le hacen crecer y manteniendo a distancia a los indeseables –que son muchos, lamento decirlo- para a la postre exclamar como el filósofo Ludwig Wittgenstein en su lecho de muerte: «Decidles que mi vida ha sido maravillosa” (sí, querido lector, ya sé que he usado esta frase en alguna que otra ocasión, pero qué se le va a hacer: me encanta).