Diego Igeño

Estos calores infernales -perdón, quería decir estivales-, me sumen en la reflexión. El calor me ha llevado al fuego, uno de los elementos explicativos del origen del mundo entre los presocráticos (junto al agua, el nous, el ápeiron, el aire, los números, etc.). Y eso, en una de esas piruetas mentales inexplicables, a uno de mis pasatiempos favoritos: la rememoración. Todo ello para constatar una perogrullada sin el más mínimo atisbo de inventiva o profundidad: que voy quemando etapas.

Como cada edad tiene su afán, hete aquí que cada época de mi vida ha estado presidida por las inquietudes más vulgares y las zozobras más comunes. Cuando era joven, «so much younger than today» como diría John Lennon, perdí el rumbo como lo pierden ocho de cada diez adolescentes. Dando tumbos de un lado para otro, vagueando noche y día, vagabundeando con ensoñaciones fantasiosas y tratando de ser lo que más se valoraba en esas edades: distinto. No me daba cuenta de que mi búsqueda de la originalidad me enrasaba con la inmensa mayoría de jóvenes.

Luego me hice un hombre; bueno, me hicieron porque en eso es lo que dicen que te convertía la mili (ja). Entré en la adultez y seguí quemando etapas a la velocidad del rayo: noviazgo, estudios, viajes, trabajo, casorio. Y listo para comer huevos, me hicieron padre. La originalidad había quedado guardada en el baúl de los afanes incumplidos junto a tantos y tantos sueños rotos que transitaron por los bulevares de mi juventud. Así que un día cerré los ojos y al abrirlos descubrí al señor barrigón al que en otro artículo me referí.

Ahora, con al menos tres cuartas partes de mi vida consumidas (salvo que a mi corazón se le invite a vivir con freno y marcha atrás), atisbo la luz del túnel de la ancianidad, que intuyo infeliz porque no la concibo de otra manera ya que la propia conciencia de la decrepitud y el acabamiento no dan para otra cosa.

Pero también me doy cuenta de que han sido muchos los compañeros de viaje que me han acompañado en la jornada de la vida: familia, amigos, conocidos, desconocidos (¿paradoja?) y enemigos (todos con la doble división de género preceptiva que no desgrano para no hacer este escrito insufrible). Unos han sido efímeros, otros constantes; unos se han comportado como bichos, otros como hermanos; pero en definitiva todos han dejado su huella. Por eso, cuando descienda al sepulcro, algunos irán a mi entierro, como yo desgraciadamente he hecho con quienes me han antecedido en el tránsito definitivo –tránsito entre el ser y el no ser, no esperen de mí la vía de escape de otras vidas o mundos-; y otros seguirán a lo suyo sin pensar en mí: a vivir que son dos días, dirán, y el muerto al hoyo y nosotros al bollo.

Sea como fuere, me siento en la necesidad de recordar las vivencias y aprendizajes compartidos con los actores que me han acompañado en el gran teatro del mundo; la sangre se me volverá horchata con los más queridos, con los que ahora deseo seguir sumando instantes preciosos: con ella y con ellas que me lo han dado todo, con Agustín y Chema, con Yago, con el Calvo, con Lucy, con Juan y Carmen, con Miguelón, con Reme, con Fran, con Manolo y Nati y con un larguísimo, larguísimo etcétera de imprescindibles en mi vida (imposible enumerarlos). A algunos los conozco desde siempre, otros han irrumpido en mí recientemente. Con ellos he quemado etapas y pienso seguir haciéndolo (incluso con los que ya se fueron porque los recuerdo a diario) antes de vegetar por la inercia de la edad. A todos ellos quiero dedicarles públicamente mi agradecimiento y mi cariño y emplazarles en los bares, en las bibliotecas, en los escenarios, en el foro, donde quiera que sea, para seguir cimentando nuestra relación hasta el final de los tiempos o más allá, que las penas con pan, mucha birra y buena compaña son menos.

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