Diego Igeño
Cuando uno nace empieza a escribir el libro de su vida. Ninguna línea es superflua, aunque no seamos capaces de reconocerlo sino hasta muchos años después.
Espoleado tras haber visto por tercera vez la película Belfast de Kenneth Branagh, me he dado cuenta de que mi infancia, al contrario de lo que ocurre con la de su director, queda oculta por un velo de oscuridad y fue bastante anodina. Son muy pocos los recuerdos que tengo de ella, aunque alguno queda. Viví desde mi nacimiento, que se produjo en el Centro Maternal de Urgencia, en una casa de la calle Carrera, concretamente en su parte superior ya que la baja estaba ocupada por el taller de costura de Frasquillo el sastre -justo en la casa abajo había transcurrido la niñez de la nieta de la matrona-. Unas pocas fotografías se empeñan en mostrarme lo que mi mente ha borrado: un patio y un corral grandísimo a mis ojos infantiles, un pozo, unas capas de romano con unas viejas sábanas, unos días estivales de baño en Vado Castro con la familia de Yago, un niñito con traje corto y unos botos comprados por su padre en Valverde del Camino, componiendo la típica estampa de feria a lomos de un caballo de cartón y poco más. Fueron los tiempos de los «hojaldres calientes pa las viejas que no tienen dientes», del «arre Capí» y de esos instantes confusos que no sabes si viviste o soñaste haber vivido u oído.
Más tarde, la familia se trasladó a la plaza de San José, concretamente a una de sus callejas adyacentes: la de don Teodoro. La modesta vivienda que ocupábamos, propiedad del Niño José, estaba ubicada en uno de esos viejos y enormes inmuebles para varios vecinos. Me acuerdo de Dolores la Ramblita, de Antonia la Marota, de un hombre muy mayor al que le llamaban Trinidad y de una numerosa familia de Palma del Río cuyos cabezas eran Pedro y Julia. Nosotros estábamos en la planta superior a la que se accedía por unas escaleras estrechas que separaban en dos el espacio en que residían los palmeños: a un lado la cocina, al otro el resto de las dependencias. A una de ellas bajábamos a veces a ver la televisión, un lujo que nosotros todavía no nos podíamos permitir pero que poco después hicimos realidad con la llegada de una flamante Iberia. No sé si fue imaginado, pero creo ver todavía como trajeron el aparato transportado en un carrillo de los Prietos a través de las losetas grises del octógono. Esa tele, que me deleitó con el Tarzán de Ron Ely, la Casa del Reloj y María Luisa Seco, junto a una vieja nevera heredada, que enfriaba con unos bloques de hielo comprados al efecto, eran los dos grandes lujos que nos acompañaban en aquellos tiempos. Bueno, miento, el mayor lujo para mí fue una gacela BH verde que me trajeron los Reyes -sin barra, de niña, se burlaban de mí-. En ella aprendí a montar a base de topetazos con el seto que entonces cerraba el jardincillo de la plaza. En el patio de esa casa, en fin, posé orgulloso vestido de marinero el día de mi primera comunión junto a mis padres. Era el 10 de mayo de 1970 y ese mismo día cumplía siete años.
En esa zona hice mis primeros amigos, casi todos ellos nombrados con el diminutivo de su corta edad: Juanito, Julito, Francisquín, Rafalín. Luego estaban los «coloraos», un montón de hermanos, entre ellos Joaquín y Miguel Ángel, que poco después volaron todos a Madrid. Su padre tenía uno de los pocos coches que entonces había en la plaza. No recuerdo bien el modelo, pero sí que era un Renault, probablemente un R8 o R10. Nada sé de ellos. El tiempo los alejó de mi vida. Para el final he dejado a mi gran compañero de entonces de quien nos burlábamos con uno de esos soniquetes compuestos para fastidiar: «Eladio, pata canario, cochino viejo, pata de conejo». También se fue de Aguilar, en su caso a la cercana Córdoba.
De la plaza conservo muy viva la memoria de una gran nevada y un gran terremoto que provocó el pánico en el vecindario, de las visitas de mi abuela Concha venida desde Vilanova, de las operaciones de mi hermana Conchi y de mi madre, esta última realizada en el hospital de agudos de Córdoba, donde, caprichos del destino, cursé después mi carrera universitaria. También me acuerdo de jugar a todas horas en un espacio semivacío y tumbarnos en el suelo para mirar extasiados el veraniego cielo ochavado y la luna en la que ya se paseaban Armstrong y Aldrin, o de ver cómo los jóvenes iban a otros barrios a entablar batallas casi siempre incruentas. Me acuerdo, ahora, de las obras de arreglo de nuestra calle cuando se sustituyeron los trasnochados chinos por los modernos adoquines. Entre las zanjas cavadas vivimos los niños de entonces mil y una aventuras y descubrí los melones cucos que se convertían en ornados faroles.
Pero sobre todo mi cabeza está poblada con los incontables recuerdos de mi paso por la escuela de Doña Dionisia. Allí sufrí su largo puntero, me amarraron a la columna y a la higuera, me ocultaba en un hueco de la escalera para escaparme a las cinco y no tener que estar allí hasta las tantas, pero también aprendí a leer y a escribir, mucha geografía, los números romanos y una recia formación religiosa, con una catequesis específica en su domicilio para la comunión, que luego desdeñé por completo. Y eso que todavía no había llegado el tiempo de escribir con renglones torcidos. Eso vendría más adelante.