Diego Igeño
A uno lo educan para dar el do de pecho en cualquier ocasión. Desde chiquitos se nos exige en la escuela, en la sociedad, en la charpa de amigos, en la familia, a veces más de lo que podemos aportar. Siempre se está bajo presión, siempre. Y eso no hace más que empeorar con la puñetera adultez. Nos vemos en la obligación de asumir roles sobre los que nadie nos ha pedido nuestra opinión. Convertirnos en hombres de provecho, ese es nuestro reto, ese nuestro afán, eso es lo que siempre han querido nuestras madres. Así, nos explotan laboralmente, nos convertimos en esclavos de nuestros hijos y luego también de nuestros padres, de las putas convenciones sociales, etc. Pero, ¿qué ocurre si queremos romper los estereotipos, el plan trazado? Muchos de quienes lo hicieron tuvieron que poner tierra de por medio para tratar de ser fieles a sí mismos; otros tuvieron que hacer de la impostura su norma de vida para a la postre respirar solo infelicidad; otros, en fin, hicimos del conformismo, la resignación y el no saber decir no nuestras divisas.
El caso es que la libertad de elegir nos es cercenada desde el comienzo de nuestros días porque al fin y al cabo nuestras circunstancias pesan más que nosotros mismos. Pese a que la estúpida publicidad cifra esa libertad en la frivolidad -¿o debo decir aberración?- de conducir un súpercoche contaminante o ponerte unos zapatos o una colonia determinados (lo que también nos provoca, dicho sea de paso una felicidad cercana al paroxismo), lo verdaderamente cierto es que nada de lo que nos rodea nos hace libres, ni en ningún momento de nuestras míseras existencias tenemos la posibilidad de elegir libremente. Por eso, ante la necesidad de guiar nuestras conductas, tenemos que ir elaborando un complejo sistema de creencias-valores arquitrabado en la idea esencial de nuestra incapacidad de alcanzar la libertad y por tanto la plenitud. La tarea es fácil para los creyentes, pues tienen pastores que los guían, aunque a veces dichos pastores sean más peligrosos que los mismísimos lobos. Más peliaguda es la papeleta de quienes exentos de creencias religiosas debemos apoquinar con nosotros mismos, sin más inspiración que nuestras propias reflexiones y/o lo reflexionado por otros para convertirnos en arquitectos y configurar el armazón de nuestras dudas y certezas. Siempre bajo presión, eso sí.
Vivimos una etapa, como dice mi primo Alejandro, en que ya no contamos los años sino los meses. Es el problema de tener más vida por detrás que por delante. ¿Para qué por tanto devanarse los sesos?, ¿para vivir bajo constante presión?, ¿para acabar diciendo estoy hasta los huevos de to?