
Carmen Zurera Maestre
Me crié con Trini, vecina y amiga de mi calle, que nació con síndrome Down. Cuando éramos pequeñas mi hermana y yo nos íbamos a su casa a jugar y, en los veranos, a bañarnos en una piscina de plástico que su madre le había comprado e instalado en la azotea donde pasábamos horas y horas. Ella disponía de más cosas que cualquier niño o niña de la calle.
Tenía una madre que desde que nació procuró que a su hija no le faltara de nada. Le hacía vestidos, le tejía jerséis y rebecas, le compraba complementos, anillos y pulseras de oro. Tenía televisión o piscina cuando nuestras casas aún carecían de esos lujos.
Su casa era el lugar ideal para jugar y divertirnos, fue una infancia feliz, pero el tiempo no perdona y llegó la etapa escolar. Al colegio fuimos a APRENDER como todos los niños y niñas de nuestra edad. No sólo porque la ley lo estableciera, sino porque nuestros padres, que había vivido el final de la guerra y la posguerra, no tuvieron esa oportunidad, y, para ellos, era primordial que asistiéramos a la escuela.
Perdí de vista a mi amiga, aunque no era consciente de por qué, simplemente no estaba con nosotros y pronto comencé a relacionarme con otras amigas que conocí en aquel lugar.
Cuando fui mayor su madre me contó que ella no tenía los mismos derechos que nosotros, que peleó con directores, maestros, inspectores de educación y con quien se le pusiera delante para que su hija tuviera una vida integrada y normal. Consiguió que una maestra sensible la aceptara en el colegio público voluntariamente, bajo su responsabilidad. Sin embargo, algunas familias se quejaron de que estuviera allí. En aquellos años algunos niños se asustaban de ver a personas que tenían sus rasgos o hablaban como ella y ciertos padres se opusieron a su asistencia con la consiguiente renuncia del colegio a que volviera a la escuela.
La madre, la GRAN ANA, no se quedó de brazos cruzados y buscó un colegio de educación especial fuera de la localidad. Otra dificultad añadida surgió para ellas, la falta de transporte entre las dos localidades. Esa madre no se amilanó y volvió a visitar todos los lugares donde pudieran darle una solución. Finalmente consiguió que, el entonces alcalde, pusiera un taxi para su hija. Por fin pudo acudir al colegio y allí estuvo hasta la finalización de su etapa educativa.
Yo seguía yendo a su casa por las tardes y a bañarme los veranos. Aceptamos con normalidad aquellos cambios, y nuestra relación continuaba a pesar de ellos. La adolescencia volvió a plantearnos un nuevo reto. Yo quería salir con mis amigos, vivir aventuras, experimentar, alejarme de mi calle para descubrir Aguilar. Fui espaciando mis visitas a su casa y su madre, muy prudentemente, me dejaba caer que ya no iba tanto y que su hija nos echaba de menos.
Recuerdo pensar en ella y decirme a mí misma que no quería perderla. Procuré compartir con Trini otros momentos. Ana confiaba en mí y dejó que me acompañara a los ensayos del coro al que yo pertenecía. Algunas veces, también a la piscina municipal, o a salidas ocasionales; y así fuimos caminando otro trecho de nuestra trayectoria en común.
Tengo un recuerdo marcado a fuego. Un día estábamos viendo la televisión en su casa, sentadas alrededor del brasero y hablando su madre, ella y yo. En un momento de la conversación dije una palabra muy habitual en nuestro vocabulario cotidiano. Dije: “ese es subnormal”. Se hizo un silencio sepulcral, Ana dejó de coser y me miró de una forma en la que nunca antes lo había hecho. Me di cuenta de que aquella palabra no debí haberla pronunciado nunca, y por si no lo había hecho, me dijo con la voz muy grave y con lágrimas en los ojos: “en esta casa no vuelvas a pronunciar esa palabra”. ¡Me dio tanta vergüenza! que me levanté y me fui a mi casa muy apenada, dolida y sola con mi culpa, aún me duele. Cuando ahora la oigo de alguien me vuelve el recuerdo como una punzada.
Pero la vida es hermosa e imprevisible y estoy convencida que Trini influyó tanto en ella, que no tengo manera de agradecérselo.
Estudié trabajo social y terminé trabajando con personas con discapacidad intelectual. Con el tiempo ella recaló en el centro donde yo estaba y nos encontramos de nuevo. Pronunció mi nombre como lo hacía siempre, se sonreía y recordaba nuestras conversaciones como si hubieran sido ayer, me daba la mano como cuando éramos pequeñas.
Mi amiga y yo, con un paréntesis de años considerable, nos reencontramos para continuar otro tramo del camino.
Por cierto, su madre también consiguió que el mismo taxi la llevara al nuevo destino, que estaba en otra localidad y con el que no manteníamos transporte.
La imagino como “una reina” desplazándose en un taxi a su disposición durante su etapa escolar y después en la adulta. Gracias a que su madre abrió esa posibilidad, consiguió que otras personas de nuestro pueblo, que tenían sus mismas necesidades, pudieran beneficiarse de los recursos que necesitaban.
Hoy mi amiga Trini vive lejos, y cada vez que veo a alguien de la familia, pregunto por ella. Me dicen que está bien y me alegra y la echo de menos.
El 3 de diciembre se celebra el día internacional de las personas con discapacidad.
Gracias Trini. Mi vida sería otra sin haberte conocido.