Me pregunto si hoy en día todavía se juega mucho al dominó. Desde luego, su hábitat natural está desapareciendo más rápidamente que las selvas amazónicas: aquellos viejos bares y tabernas con mesas de mármol donde no tenían la televisión puesta y los camareros no metían prisa.
Ahora que lo pienso, quizás sea ese simbolismo del mármol, y el de la ficha vestida de frac, lo que le daba su solemnidad al dominó, que es un juego de silencios y exabruptos, un juego meditativo que se jugaba con boina y palillo en la boca, un vaso de vino o botellín de cerveza a a un lado y al otro una quiniela a medio hacer. Recuerdo partidas extraordinarias, porque mi padre tenía un grupo de amigos que más que jugar al dominó lo profesaban. Y lo he jugado yo mismo, malamente, en las casas de amigos antes de la invención de Netflix e Internet, cuando las tardes duraban el doble que ahora.