Pablo Alcazar.

Para Leonor Gálvez, que cuidó de todos nosotros. In memoriam

Me gusta mucho que, después de faltar de La Rambla 48 años, todavía, el Consejo de Redacción de “La Voz de La Rambla” me invite a colaborar en el número extraordinario de la Feria.  Entiendo que soy un invitado subrogado, porque la persona que realmente tuvo una relación intensa y estrecha con el pueblo fue mi mujer, María Victoria Prieto. Me consta que muchos de los que fueron sus alumnos en el Instituto del pueblo, todavía la recuerdan con cariño y gratitud. Hace poco, José Espejo Ruz, que fue alumno y amigo de Marivi, me habló de las elecciones del 1977. Le conté que mi mujer iba por los pueblos de la zona, en su coche, al que le había instalado un altavoz, anunciando los mítines del PCE. El Partido le había puesto un acompañante, apodado Zapatones, por lo que pudiera pasar. Hace poco, Pepe Espejo me ha regalado un libro sobre Juan Aguilar Lucas, Zapatones, el ángel rojo de la guarda de Marivi,  publicado en 2005. Mi mujer, que había sido directora del instituto de La Rambla,  y que, a la sazón, era profesora de Literatura, estaba dotada de una dulcísima voz, de resonancias gallegas, con la que invitaba a los habitantes de la Campiña a votar al PCE. Alguna vez los acompañé en el coche, y el contraste entre la suavidad, casi como de locutora de Radio España Independiente (“ Estación Pirenaica”), de la camarada con la reciedumbre de los comentarios, a micrófono abierto, que Juan Aguilar Lucas hacía, con su poderosa voz de líder campesino, era notable.

 Zapatones y María victoria, pareja propagandística, fueron un ejemplo de lo que entendió entonces el PCE que debía ser la Alianza de las fuerzas del trabajo y la cultura (AFTC): una profesora y un trabajador del campo, miembro del PCE de toda la vida y luchador indesmayable por los derechos de los braceros. En el libro sobre Zapatones, se recoge una frase que retrata al personaje: Liderados por Juan, unos 300 trabajadores ocupan los locales de la Hermandad de Trabajadores de Aguilar de la Frontera,  para reclamar los fondos del empleo comunitario. El Delegado de Trabajo de Córdoba los conmina a desistir de su actitud. La acción, les dice, es ilegal. Juan le contesta. “Lo ilegal es que esta noche no haya un jornal en las casas”.

Porque en aquellos días, la lucha de clases no estaba tan disimulada como lo está hoy. Y la clase obrera, de la mano del PCE, entendió que necesitaba el concurso de más personas, y no solo trabajadores manuales y campesinos, para conseguir sus propósitos. Estas dos figuras merecerían un estudio conjunto sobre su presencia en la Campiña en aquellos años que ayudaría a profundizar en el conocimiento de la época.

Ustedes dirán, y con razón: “ya está el abuelo cebolleta contando sus historias;  como lo dejemos, seguro que nos dice que cualquier tiempo pasado fue mejor”. Desde luego que mis historias pueden sonar a cuentos de los que las viejas referían al amor de la lumbre, y nada avala la presunción de que cualquier tiempo pasado fuese mejor. Mucha gente piensa, y les doy la razón en esto, que la bondad de los antaños que cada uno ha vivido, no deja de ser una generalización insostenible. Sí se puede afirmar que lo que pasó en aquel tiempo, por lo menos en lo que se refiere al PCE, le resultó bastante más barato al Estado que lo que sucede en el tiempo presente, infectado de una corrupción sistémica que extiende sus sucios tentáculos por todos los resquicios de la democracia, agrietándola, cascándola, derruyéndola. Los que vivimos la Transición, e hicimos lo que pudimos por la instauración de una democracia normalita, no podemos decir, sin más, que aquel tiempo fue mejor, aunque a nosotros nos lo parezca, pero si podemos afirmar que Zapatones, que era de Aguilar de la Frontera, se paseaba difundiendo la ‘buena nueva’ por toda la Campiña, con una camarada de La Rambla, horas y horas, sin cobrar un duro. Cediendo generosamente  tiempo, coche, gasolina e instalación de los altavoces y exponiéndose a riesgos, que el entusiasmo de entonces, disipaba, pero que eran muy reales. Aunque  en la Campiña, todo el mundo se contuvo. La Guardia Civil, que había trabajado por una miseria para la Dictadura, y había sido relegada a cuarteles insalubres y utilizada sin escrúpulos en la represión, desoyó los cantos de sirena del cacicazgo local y, acostumbrada a obedecer a sus mandos, mantuvo y colaboró a mantener la paz y la cordura. Aunque no cesó en su labor de vigilancia de los ‘enemigos de la patria’,  y durante aquellos años tuvimos plantado en la puerta de nuestra casa de la Calle Barrios un seitas color naranja, detectable incluso por los satélites de la NASA. El ocupante pasaba nota de todas las personas que entraban y salían de la vivienda de la profesora comunista.

Zapatones  ha encontrado quien cuente su historia. Lo han hecho excelentemente Diego Igeño y Antonio Maestre, autores de Juan Aguilar Lucas “Zapatones”: una vida, un ideal.  María Victoria también merecería un libro. Católica hasta los 28 años, nacida en una familia pequeño burguesa, guapa, delicada e inteligente, se cayó de su caballo de clase media en La Rambla y se transformó notablemente. Supongo que no fue fácil para los terratenientes rambleños, ni para su entorno, aceptar que aquella señorita tan fina, tan culta, y que tan bien les recitaba a sus hijos en las aulas del instituto a Garcilaso y a Alberti, de la noche a la mañana, después de cumplir el rito de presentar con todo el pueblo sus niños a la Virgen, dejara de ir a la iglesia, para convertirse en responsable del área de la mujer del PCE local. Siguió vistiendo con elegancia, hablando con acento gallego y relacionándose con las mujeres comunistas (que habían tenido que sobrevivir en condiciones muy difíciles, tras la guerra), con una sorprendente y cálida facilidad. Tampoco dejó de acudir a la acogedora tertulia de doña Charo, la mujer de don Ángel, el dueño de la ferretería de la Calle Empedrada: una sublime conversadora y cocinera, que cautivó a nuestros hijos con sus “besitos”, unas pastas inigualables. Ni de elaborar con la receta de Conchita, la mujer de Pepe Castilla, unas magdalenas sin parangón. Frecuentaba la casa del doctor Peñín, conversaba con su esposa, y siempre mostró agradecimiento hacia el médico que curó a su marido de unas paratíficas. Que yo recuerde, no mantuvo buena relación con el cura joven (normal, él la veía como predicadora y misionera de otra religión). Insidioso, este presbítero, llego a decir -cuando me compré una lambretta  de segunda mano en el taller del Barriguitas– que era más cómodo para mí desplazarme en moto, porque en el coche no me cabían los cuernos. A Zapatones le encrespó el comentario y pidió permiso, los camaradas eran tan disciplinados como los civiles, para decirle al cura cuatro cosas. No lo obtuvo. Marivi consiguió que, a regañadientes, las camaradas rompieran las listas negras de la venganza, en bien de la ‘reconciliación nacional’, y entre todos (¡vaya ocurrencia!) forzamos a los camaradas a aceptar la bandera borbónica. Para mi mujer y para mí, aquellos años en La Rambla fueron un tiempo de aprendizaje, de forja de carácter, de humanización, de encarnación de los saberes y de las lecturas que habíamos aprendido en la universidad. Fue un tiempo luminoso, y por desgracia pasado. Sobre todo, porque éramos jóvenes, teníamos fuerza y creíamos, ¡ilusos!, que el mundo iba a ‘cambiar de base’, como prometía La Internacional. Ahora, visto lo visto, sabemos que fue un tiempo portentoso, para nosotros y para muchos rambleños, que sometidos y silenciados, levantaron la cabeza, miraron al futuro con esperanza y sintieron el dulzor irrenunciable de la igualdad y de la libertad, tras la derrota. Abierta, en este momento, la Caja de Pandora del mito clásico, con todos los males y todos los demonios revoloteando sobre nuestras cabezas, una cierta amargura y decepción nos atenaza, y nos lleva a pensar que todos los esfuerzos que se hicieron en la Transición han sido malbaratados y arrojados a la basura. Pero el mismo mito cuenta que en el fondo de la Caja de Pandora, después de escaparse todos los males, está agazapada la esperanza. No desesperemos.

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