
Carmen Zurera Maestre
Este año estamos batiendo récord de temperaturas. Agosto acumula una sucesión de días que oscilan entre los cuarenta y cuarenta y tres grados con una normalidad que no se acompasa con lo vivido en años anteriores. Los cuerpos resisten a duras penas, refugiados en la penumbra planificada de las casas andaluzas preparadas para hacerlo más llevadero.
He decidido comenzar una especie de “cuaderno de Bitácora” porque me tiene preocupada esa pérdida de memoria que muchos achacan a la acumulación de tareas y responsabilidades.
Aunque aún no lo identifico con un problema real de salud me ronda la idea de que puede ser una amenaza que se manifieste en cualquier momento.
Tengo pensamientos encontrados entre lo que debo hacer y lo que realmente me apetece.
Me receto herramientas y estrategias para que las palabras y los significados no desaparezcan de mi repertorio cotidiano y, por otra parte, quiero dejarme llevar por la inacción y la pereza.
Sé que dentro de pocos días volveré a la vorágine de planificar acciones hasta final de año para ejecutarlas una tras otra con el fin de cumplir mis obligaciones (¡que orgullosos estarían mis padres de saberse protagonistas de transmitirme tanta responsabilidad!).
Pienso: “déjate llevar. Procrastina. Abandona tu cuerpo cuando despiertes con la banda sonora de la Cadena Ser. Mantén los ojos cerrados y no te levantes aún. La casa estará ahí cuando lo hagas. Nadie te urgirá para que reluzca ni se ordene” … y me dejo llevar. Lo hago sin sentir ninguna culpa, pero el rumrum de mis neuronas vuelve más tarde a la carga animándome a iniciar una rutina que aporte la normalidad de los días.
He perdido muchas cosas por el camino, quizás por eso siento el peligro de seguir abandonando otras que por ahora me sostienen.
Tiene que ver con las palabras que articulan pensamientos. Pensamientos que espolean emociones. Emociones que se transforman en un caudal de sangre que oxigenan mis órganos vitales y me hacen sentir vivía.
Hace apenas unos días que regresé de París, una joya urbanística que he tenido la suerte de contemplar en este momento de la vida, y…y no lo he disfrutado como debería.
Mis ojos se han llenado de amplias avenidas bien alineadas. Rectas kilométricas de asfalto, árboles y vehículos danzando sobre una concepción del espacio que he admirado profundamente.
He contemplado la torre Eiffel de día y de noche, a pie o en un barco turístico que nos ofreció una hermosa estampa de luz, verticalidad y bullicio, pero mi alma no estaba allí.
Agradezco la oportunidad, soy consciente del privilegio de haberla caminado, pero mi alma no estaba allí.
¡Qué caprichosa es la vida! Cuando todo lo tienes sientes que algo te falta. Cuando algo te falta no eres capaz de valorar lo que tienes; y cuando no lo valoras, existe un mecanismo mental que borra lo que no es necesario recordar.
Había belleza en París: monumentos, perspectivas, desayunos, arte, e incluso algunas risas a costa de Enmanuel Macron, al que después de nuestro viaje decidimos remitirle una carta con todos nuestros descubrimientos susceptibles de ser mejorados para la próxima vez: escasez de papeleras, enseres abandonados en rúes de cierto postín, o el olor ácido de orines en recovecos del metro. ¡Yo creí que eso no ocurría en Francia! No hay nada como viajar para descubrir que en todos sitios “cuecen Habas”, incluso me sorprendió que se fumara con mayor impunidad que en España.
Para hacerlo más especial encontré a cuatro paisanos al pie de Montmartre, en el mismo restaurante en el que recalamos para reponer fuerzas. ¿Qué probabilidad había de que en el mismo sitio y a la misma hora cinco aguilarenses se reconocieran en un escenario tan lejano? Allí estábamos asombrados y celebrando la casualidad.
He decidido comenzar este cuaderno rememorando el viaje a París, porque temo que como mi alma no me acompañaba, algún día lo borre de mi memoria.



