Cada año, cuando los primeros pámpanos se desprenden y alfombran de ocre las tierras cansadas del ruedo del pueblo, la Feria de la Rosa vuelve a despertar en Aguilar, como una promesa que el tiempo renueva desde siglos atrás.
El viejo altozano de la Vera Cruz se engalana entonces para recibir la última feria del calendario, la que despide al verano y da la bienvenida al otoño con el alma abierta y las calles llenas de vida.

En otros tiempos, este festejo solía llegar acompañado del rumor de las primeras lluvias, de ese olor a tierra mojada que anunciaba el cambio de estación. Pero este año el cielo se mostró indulgente, y el sol, generoso aún en octubre, regaló a los feriantes días luminosos que hicieron brillar cada rincón del Barrio Alto.

Durante cuatro jornadas —del jueves al domingo— el aire se llenó de música, risas y aromas. El Llano de la Cruz y la calle Ancha se convirtieron en un río de gente, donde vecinos del todo el pueblo compartieron conversaciones, coplas y alegría. La Concejalía de Festejos y la Asociación de Vecinos del Barrio de la Cruz pusieron todo su empeño en engrandecer la tradición del viejo arrabal del Arrezuzar, y lo lograron con creces.

La Banda Municipal abrió el corazón de la fiesta con sus acordes; los grupos musicales pusieron ritmo a las noches templadas; los niños rieron en las actividades y descubrieron el encanto del ajedrez entre peones y reyes; y el teatro —La Bella y la Bestia, en el Auditorio Sebastián Valero— reunió a familias enteras bajo la magia del cuento.

Y cuando caía la tarde y las luces del ferial comenzaban a titilar, el aire olía a albahaca y a algodón dulce, y en cada mirada se adivinaba el mismo pensamiento: que la Feria de la Rosa no es solo una cita del calendario, sino un latido del pueblo, una memoria que florece, año tras año, en el corazón de Aguilar.

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