En los años sesenta, la infancia transcurría a otro ritmo. No existían los videojuegos, los teléfonos móviles ni la televisión a todas horas. La calle era el gran escenario de aventuras, el punto de encuentro y el lugar donde se forjaban amistades que duraban toda la vida. Los niños salían a sentarse en el rebate o a jugar después de hacer los deberes y solo volvían a casa cuando el sol empezaba a ponerse o cuando las madres los llamaban desde las puertas o las ventanas.

Las calles estaban llenas de vida – y de chinos-. Apenas circulaban coches, por lo que los niños podían correr, saltar y gritar sin peligro. Los descampados se convertían en improvisados campos de fútbol, circuitos de carreras o escenarios de batallas imaginarias. No hacía falta mucho para divertirse: una pelota de trapo, una cuerda o unas canicas bastaban para llenar las tardes.

La infancia en los años sesenta fue sencilla, libre y llena de imaginación. Aunque los tiempos han cambiado y las calles ya no son el escenario principal del juego, quienes vivieron aquella época recuerdan con nostalgia las tardes interminables, las rodillas raspadas y las risas compartidas. Aquellos juegos no solo entretenían: enseñaban a convivir, a compartir y a soñar.

De ello dan testimonio las viejas fotografías, como esta de la calle Molinos, cedida por Manolo Llamas León.

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