Una vez más, la justicia ha cumplido su papel. Una vez más, una familia cristiana, como son las buenas familias americanas, han hecho uso de su derecho a sentarse en primera fila para ver como asesinaban, con premeditación, alevosía y sadismo al reo Troy Davis. Una vez más, los poderes yanquis, haciendo gala de su infinita democracia, han consentido que se siegue una vida humana. Una vez más, han desoído las protestas, tanto internacionales como nacionales, y han permitido que el crimen se consume.
Sé que un debate sobre la pena de muerte es algo inútil. Cuando nos enrocamos en nuestras posiciones (por muy banal que sea el tema), no somos capaces de entender los argumentos contrarios. Hemos perdido no solo la capacidad de debatir, sino, lo que es peor, también la de dialogar, la de escucharnos. A pesar de ello, me van a permitir que exprese mi postura contraria a una medida que me parece absolutamente perversa y extemporánea. Considero que ningún estado debe reservarse esa prerrogativa para castigar los delitos de los ciudadanos por muy graves que sean.
Me preocupa el poder que delegamos en nuestros políticos. Unos cuantos indocumentados, sentados en sus poltronas, escarban diariamente en nuestras heridas y, como pequeños diocesillos, se empeñan en manejar los hilos de nuestra existencia. Ejemplos no nos faltan, están continuamente en los medios: sus experimentos con la educación, el control de la información y de la labor periodística, la defensa con uñas y dientes de sus privilegios, los ataques indiscriminados a los débiles…Y en el colmo de su ejercicio del poder, deciden sobre el derecho, inalienable, a la vida, pasando por encima del artículo 3 de la Declaración Universal de Derechos Humanos que ellos mismos aprobaron (recogido en muchos textos constitucionales): Todo individuo tiene derecho a la vida. Entendemos que tiranuelos de todos lo tamaños y colores hagan uso de esa potestad. Pero, es más difícil comprender que quienes alardean de demócratas sean capaces de vulnerar un principio de tal calibre
También me preocupa la actitud farisea de tantos ciudadanos que, movidos en muchas ocasiones por la manipulación, se convierten en heraldos de algo tan viejo y desfasado como la Ley del Talión. Aplaudirían a rabiar la ejecución, por ejemplo, de cualquier asesino etarra.
La conjunción de ambos hechos (el poder incontrolado de los políticos y el íntimo deseo de venganza de las masas) ha permitido que la historia se llene de capítulos oscuros en los que se ha permitido aniquilaciones en masa, amparadas siempre por el estado: la Alemania Nazi, la España franquista, el Chile de Pinochet, la URSS de Stalin…
La pena de muerte es una lacra de nuestra sociedad. Y debe haber un clamor general contra ella. No valen excusas, no valen medias tintas cuando se pide su abolición. Y no sólo porque la historia también nos ha mostrado infinidad de casos de errores judiciales que han llevado al patíbulo, o a consumir vidas enteras en cárceles, de muchos inocentes, sino porque el derecho a decidir sobre la vida o la muerte de alguien no puede estar en manos de seres tan sumamente imperfectos, incompetentes y perversos como los humanos.
Diego Igeño Luque