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Mi equipo ha perdido el partido del domingo. Era algo que se veía venir, que algunos llevábamos presintiendo desde hace tiempo. Es verdad que hemos jugado contra rivales mucho más poderosos, que hemos practicado un fútbol bonito, que en los minutos del descuento hemos emocionado, que las reglas no nos favorecen –con otras hubiésemos sumado más puntos-, y que incluso los árbitros y los medios de comunicación no se han portado bien con nosotros, que nos han menospreciado, que nos han ninguneado… pero, todo eso, a la postre, no es ningún consuelo. Lo peor del caso es que la derrota ha traído de la mano un descenso de categoría. Ya no somos un equipo de primera división, y ahora nos toca asumir que hemos bajado a la categoría de plata. Esto no debería de suponer ningún trauma porque es ahí donde hemos estado mucho tiempo. El problema es que nos habíamos acostumbrado a lo bueno y ahora nos cuesta recordar que hemos pateado campos como patatales, que hemos realizado travesías por el desierto en las que había mucho más que unos puntos en juego porque se trataba de sobrevivir, que hemos sufrido, que hemos luchado, que hemos perdido o ganado pero siempre con la cabeza muy alta. Efectivamente, nos habíamos acostumbrado a lo bueno y habíamos olvidado nuestra propia idiosincrasia hasta el punto de querer ocultarla. Así, en el colmo del desvarío, de la enajenación mental –espero que ya definitivamente transitoria-, habíamos querido imitar el estilo del nuevo equipo de moda, ese que luce una equipación morada, casi hasta el punto de convertirnos en clones de ellos, o habíamos coqueteado con el prepotente club de la rosa, sembrando la duda y la perplejidad entre nuestros aficionados.

No sé dónde está el problema. No tenemos malos jugadores. Muchos de ellos son batalladores, duros de roer, curtidos en innumerables y difíciles batallas. Tenemos un capitán brillante, joven y con una gran técnica, aunque quizás un poco ingenuo. Tenemos una buena masa social que nos apoya desde siempre y que ahora se halla repartida en numerosas y variopintas peñas. Y más de 800.000 seguidores en todo el país. Tenemos un pasado brillante, forjado a base de mucho sudor y mucha sangre, que nos diferencia de los recién llegados y de los tibios y que en los peores momentos nos llevó a encabezar el único sistema de ataque que con valentía se atrevía a oponerse al estilo oficial y que finalmente llegó a imponerse a partir de 1975. Pero quizás nos ha faltado el entrenador conveniente. Aquel que da un sentido al juego, el que traza una estrategia adecuada, el que orienta, el que analiza los partidos y sabe reforzar las virtudes y limar los defectos, el que hace que todos los jugadores remen a una y no que cada uno haga la guerra por su cuenta y el que supere los egos y las diferencias. El que tendría que habernos metido en la cabeza que nos encontrábamos más cómodos en segunda o incluso jugando en las calles porque era precisamente ahí donde siempre ha radicado nuestra fuerza. El que tenía que haber conseguido que recuperáramos nuestra memoria y, sobre todo, nuestra autoestima para que nunca más queramos ser aquello que nunca fuimos.

Hemos perdido el partido del domingo y también la categoría, ya lo he dicho. Pero no la esperanza. Al menos yo no la he perdido. Seguiré apoyando a mi equipo. Lo haré con más ilusión, confiado en su juego bonito y en los argumentos futbolísticos que defiende porque son en los que yo he creído desde que tengo uso de razón. Preparémonos para volver a jugar en Segunda. Hagámoslo bien. Seamos coherentes. Mantengámonos fieles a nuestros principios. Disfrutemos. Y aprovechemos cada uno de los minutos que se disputen. Exijámosle que no se deje llevar por las modas, ni por las rutilantes estrellas fugaces de otros clubes, que no trate de imitar otras formas de jugar. Si se siguen esas pautas, los que lo seguimos lo haremos a muerte.

 

Diego Igeño

 

 

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