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Diego Igeño Luque

El próximo sábado conmemoraremos el 87º aniversario de la proclamación de la II República. Esta efeméride, lejos de ponernos nostálgicos, debe servirnos para reflexionar sobre la actualidad de la realidad española y para recargar las pilas en nuestra lucha para ver surgir en un futuro próximo la III República en nuestro país.

En estos días, he visto varios artículos de opinión en los que se habla, una vez más, de lo extemporáneo de la institución monárquica. Cada vez menos gente entiende que el acceso a ningún cargo o empleo público –mucho menos a la Jefatura del Estado- se verifique por herencia. Los españoles nos dimos en su momento un Estado democrático y de derecho en el que a los ciudadanos se les daba la posibilidad de elegir a quienes nombrarían a su jefe de gobierno, a su presidente de la Comunidad Autónoma correspondiente y/o a su alcalde. ¿Imaginan ustedes que el hijo/a de Rajoy –si lo tiene, que no me interesa en absoluto- heredara la cabeza del ejecutivo? ¿Sería visto con naturalidad por algún ciudadano que no procediera de la República Popular de Corea del Norte?

También leía hace unos días una carta de un lector en la que se hacía una defensa apasionada de la Monarquía. En ella, sin embargo, se hallaba una reflexión que en parte, solo en parte, comparto: la Monarquía caerá por los propios errores de los monárquicos más que por la presión de los republicanos. Evidentemente, es con la primera parte de la proposición con la que me identifico, porque creo –estoy absolutamente convencido- que el posicionamiento de los que nos sentimos republicanos jugará un papel fundamental en la caída de los Borbones. Pero volvamos al otro extremo: es claro el papel jugado por los miembros de la familia real y de la familia del rey en el desprestigio de la institución monárquica. Desde el propio emérito Juan Carlos, a la reina Leticia, pasando por Urdangarín, Cristina, Felipe Juan Froilán de Todos los Santos, etc. su comportamiento dista mucho de prestigiar a la Corona.

Todo ello además se ve agravado por un Estado que se tambalea por su propia podredumbre, que legitima la desigualdad y las injusticias, que manipula la verdad, intoxicándonos desde los medios de comunicación que controla, que jalea la injerencia de la Iglesia en cuestiones ajenas a su esfera, que permite y fomenta la corrupción, que castiga a las clases medias y populares, que se entrega a los poderes fácticos, manteniendo privilegios feudales, que criminaliza a los emigrantes, que denigra a la mujer, que vuelve a fusilar con su silencio y su inacción a los que asesinó el franquismo, que se ríe a boca abierta de la educación de sus jóvenes y de su futuro al negarles un empleo, que desprecia la salud de amplias capas de la población, que juega con las pensiones de quienes han trabajado toda su vida, que aniquila, en suma, la quimera de un estado de bienestar e igualitario.

Por eso decía al principio que el recuerdo del 14 de abril no debe llevarnos a la nostalgia, sino invitarnos a una reflexión seria sobre cuál queremos que sea la República que, merced a la venalidad de la Monarquía y a la reivindicación permanente de los republicanos, nos alumbre el futuro.

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