Historias de la Posguerra en Aguilar de la Frontera (III): Ni un español sin pan

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Diego Igeño

“Ni un hogar sin lumbre, ni un español sin pan” fue uno de los exitosos eslóganes, entresacado de unas palabras de Franco, que fue difundido por los golpistas durante la guerra civil para atraerse el favor de las masas. A la postre, sin embargo, resultó tan falso como la mayor parte de los cimientos sobre los que se sustentó el régimen. El hambre y las enfermedades fueron dos de las muchísimas penalidades que debieron vivir los aguilarenses de la posguerra. Pronto, en mayo de 1939, se estableció el racionamiento y las cartillas que lo acompañaban –se alargó hasta mayo del 52-. Y de la mano, un corolario de prácticas trapisondistas que sacaron lo peor tanto de la ciudadanía como de las autoridades: estraperlo, mercado negro, precios abusivos, acaparamiento. A veces, cuando estas cuestiones se estudian en los libros, corremos el riesgo de no valorarlas en su punto justo porque parecen impersonales, que han afectado a gentes sin rostro, sin vida ni familias. Por eso, el historiador tiene la obligación de ilustrar esas historias, ponerles nombre y apellidos a sus protagonistas para dejar claro que las sufrieron personas muy cercanas a nosotros, incluso, nuestros padres y abuelos.

Estas que presentamos son vivencias de dos de nuestros vecinos acuciados por el hambre. Al oírlas ahora, tantos años después, merced al natural gracejo de quienes las narraron, pueden parecer divertidas. Pero que no se nos olvide nunca la tragedia que hay detrás de cada una de ellas.

Hace ya un tiempo, Juan López, Chiquito, me contaba que su infancia estuvo marcada por el hambre, un hambre atroz, continua, inacabable, “carpantiana”. Vivía entonces en la calle Altozano y se criaba en una familia numerosa y pobre, como tantas otras en el pueblo. Huérfano de madre casi desde su nacimiento, hubo de ingeniárselas de mil y una maneras para buscar su sustento, por eso, cuando se le presentaba, no desaprovechaba la ocasión de darse atracones que le pusieron al menos una vez al borde de la muerte.

Nuestro protagonista contó también con la generosidad de vecinos mejor situados, a los que siempre les estará agradecido, que le permitían disimular su apetito insaciable con pan calentito y aceite, todo un manjar. Tan cansado estaba del bregar diario que, en ocasiones, se rompía al sueño, lo que aprovechaban quienes le rodeaban para tiznarle la cara. Él ni se enteraba pues estaba en el mejor de los mundos posibles: calmada su permanente gazuza y en brazos de Morfeo. A veces rezaba para que otra conocida le encargara el recado de ir a la escuela a comunicar que su hijo no había podido ir ese día a clase. Por tan discreto servicio, que se repetía de cuando en cuando, siempre era recompensado con un suculento hoyo con aceite.

También pasó mucha hambre José, tanta que se vio obligado a “distraer” unos cuantos panes de una panadería usando una ocurrente argucia: amarrar una soga en la ventana del establecimiento simulando que era el cabestro de una bestia y, cuando cogió el deseado alimento, pedir permiso para dejarlo en el cerón, momento que aprovechó para salir “pitando”. Pasados los años, José optó por buscarse la vida allende nuestras fronteras. Trabajó durante muchos años en Francia y Alemania. ¿Quién le iba a decir que ahora, tanto tiempo después, algunos de nuestros paisanos se ven obligados a emigrar al extranjero, como él hizo, para labrarse su futuro?

Ambos recuerdan sus visitas a los comedores del Auxilio Social, situados en la calle Carrera, y la presencia de Fernando Diéguez Santos. Eran servidos por jóvenes voluntarias con delantales blancos con el yugo y las flechas (algunas de las que pasaron por allí fueron Emilia Luque, Victoria Moriana, Lola Sánchez, las hermanas Povedano), quienes les proveían de una comida de no mucha calidad que les llenaba y les calentaba pero, sobre todo, con la que conseguían templar sus estómagos. Había al menos dos cocineras, una de ellas Francisca Urbano.

En esos tiempos difíciles, el ingenio inundaba las cocinas no sólo de los aguilarenses sino la de todos los españoles. Al amor de unas hornillas oscuras como el porvenir que les esperaba, prendidas con carbón, picón o lo que fuera menester, se preparaban recetas imposibles con ingredientes que jamás habían hollado sartenes ni calderos: los cardos borriqueros, las mondas de las patatas, las vainas de las habas, las espigas de trigo… Con ellos se alimentaron los cientos de espectros famélicos que entonces deambulaban por nuestras calles, plazas y campos.

 

Continuará…

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