Mi sucesión. Relato-ficción

Diego Igeño
Después de treinta y nueve años en el cargo de alcalde, me estoy planteando mi relevo. Mi hijo ya tiene la edad requerida y, aunque no tiene una gran formación, sí que ha demostrado algunas cualidades que lo hacen idóneo para el puesto: es guapete, bastante campechano, tiene don de gentes, simpaticote, en suma; además, es ambicioso y, de momento, no tiene dónde caerse muerto. Por otra parte, ya está casado y tiene descendencia con lo que está garantizada su sucesión futura. Otra cosa es que coleccione amantes como el que guarda sellos, pero eso, ¿a quién le importa? Una alcaldía es un asunto muy serio y no puede dejarse en manos de cualquiera. En este país, antaño teníamos la ocurrencia de preguntarle a los vecinos cada cuatro años quién querían que se convirtiera en el primer edil. ¡Un desmadre! ¡Y un derroche! Candidaturas por aquí, mítines por allá, cartelería a tutiplén, pago de dietas a los agentes electorales, urnas, un pesadísimo día de votaciones, un recuento tedioso… hasta que sabíamos el nombre de la persona elegida. Y a los cuatro años, repetición de la misma zarandaja. Y luego estaban los debates en los plenos, la diversidad de opiniones, las votaciones (no sé qué cabeza “pensante” pariría semejante sainete). En fin, un verdadero calvario. ¿Y la briega diaria con la oposición?, ni os cuento. Menos mal que algún ilustre prócer tuvo la iniciativa de cambiar ese estado de cosas y hacer de la alcaldía de cualquier municipio de España un cargo hereditario, al igual que ocurre con la jefatura del Estado que basta tener el apellido Borbón (da igual que le siga Borbón, de Grecia u Ortiz) para asegurarte la sinecura. Aquí ha llegado el turno de los Romero. Nosotros hemos sido los llamados providencialmente a dirigir los destinos de Aguilar. Pero hete aquí que, algo cansado tras casi ocho lustros de desempeño, creo que me voy mereciendo un descanso. Apuraré, eso sí, hasta los cuarenta años exactos, redondos, y entonces transmitiré todos los poderes a mi hijo. Y, luego a vivir del cuento, bueno más bien de los ahorrillos agenciados tras tanto tiempo de duro trabajo, de entrega, de sacrificio por mis vecinos. ¿Qué cuál es mi legado? Sólo hay que darse un paseo por el pueblo para comprobarlo; pero… ¿para qué ocuparnos de cuestiones crematísticas? Lo verdaderamente importante es la continuidad de la institución municipal, las garantías de que no perdemos el tiempo en debates inútiles que poco o nada aportan, la seguridad de que la persona designada para el relevo atesora todas las cualidades pertinentes. ¿Recuerdan ustedes cuando cualquiera podía ser alcalde? ¡Qué disgusto! Echo un vistazo a aquellas épocas y veo un pasado imperfecto regido por la inoperancia, la disputa y por ese concepto tan manido y vacío: democracia. ¡A quién le interesan esas gaitas! Democracia, gobierno del pueblo para el pueblo. ¿Y a quien dirijo yo sino al pueblo? ¿A quién represento sino a ese pueblo que tanto me ama? ¿Cuál es el objeto de mis desvelos sino el pueblo y el engrandecimiento de mi patria chica? Ahora todos somos mejores, Aguilar da gusto verlo, reluce. Sí, definitivamente: creo que mi hijo ya está casi preparado. Ha llegado el momento de pensar en mi pronto retiro. Con un poco de suerte, Dios me dará la vida suficiente para ver también a mi nieto como alcalde.

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