Los bares siempre han sido puerto de abrigo de la soledad, lugar de encuentro de colegas, y parada y fonda donde dar rienda suelta a ese grato aturdimiento que provocan unas cervezas, unos vinos u otra degustación. Posiblemente no hay diván de psiquiatra más barato que la barra de un bar, ni puente entre personalidades más sólido que el que se teje compartiendo unas copas y unas raciones.
La “taberna” de mi calle y mi infancia era la de Guerrero, situada en el portal de su casa, en la calle Molino, esquina con San Roque. Un establecimiento de apariencia tradicional en el que los hombres se reunían a tomar el vino tras la larga jornada de trabajo en el campo, o en los días feriados o festivos, en los que también las mujeres consentían entrar a estos lugares.
De chiquillos, era el único lugar donde poder contemplar el novedoso invento de la televisión, con los clásicos dibujitos de la época o programas infantiles como “Chiripitiflauticos”, con personajes como Locomotoro, Valentina, el Capitán Tran y los hermanos malasombra, que marcó la infancia de quienes ya superan los sesenta años de vida. Y como no, aquellas corridas de toros que congregaban en la taberna a pequeños y mayores en los tórridos días del verano, a la hora lorquiana de las cinco en punto de la tarde.