Relatos encadenados: la delación

Diego Igeño

Ese día se había levantado, como era su costumbre, con las primeras luces del alba. Eran muchas las tareas que tenía que acometer antes de que su marido y sus hijos salieran a ganarse el exiguo jornal que les permitía malvivir. Y, además, debía arreglarse un poco para asistir a la primera misa matutina, hábito que desde pequeña cumplía a diario. Hasta no hacía mucho, era mirada con suspicacia por muchas vecinas del pueblo a las que la religión les importaba poco. Cuando avanzaba por las calles, oía el cuchicheo de las comadres a su paso e, incluso, las reconvenciones de las más descaradas. Hoy las cosas han cambiado. Muchas de esas frescas se tocan ahora con el velo y van a darse sonoros golpes de pecho en las primeras bancas, para que el cura las vea bien. Se cuidan mucho de llamarlas beatas, de decirles que van a arder como pajaretas como hacían antes. Ya no levantan el puño al verlas, sino que se santiguan mostrando una piedad que nunca habían tenido, una religiosidad que les era ajena. ¡Fariseas! ¡Sepulcros blanqueados!
No hace tanto que esas pécoras eran las que marchaban al frente de las manifestaciones, portando orgullosas las banderas rojas o las tricolores, alzando con rabia el puño cerrado hacia el cielo, dando vivas a Rusia y a la República, cagándose en Dios y en los curas. Cuando pasaban por las casas de los más acomodados subían aún más sus voces para cantar a pleno pulmón «si los curas y monjas supieran la paliza que les vamos a dar…». Pero ahora, ahora por suerte todo ha cambiado.

Cuando vuelve la vista atrás se le vienen a la cabeza los muchos desaires vividos. Y la peor de todas era la Dolores. Siempre la más ordinaria, la más provocadora, la más hiriente. Todavía no se explica cómo se libró. Eso no podía permitirlo. Por eso una mañana salió en dirección al cuartel de la Guardia Civil. Le pregunto al centinela que vigilaba la puerta que dónde estaba el sargento, que tenía urgencia de hablar con él. Al llevarla hacia su despacho, cruzó por la puerta que conducía a los calabozos. Por el pequeño ventanuco cerrado por una reja, salía un olor nauseabundo, a orines y miedo. Los ayes de los desdichados que estaban allí encerrados rebotaban entre las paredes. Echó la vista a otro lado. ¿Por qué iba a preocuparse? Eran rojos ateos y tenían merecido lo que les pasara.

Llegó al despacho del suboficial. Una bandera de orden había sustituido al trapo republicano. Era un cuartucho gris y mal iluminado. La recibió mal encarado y con una voz cortante le preguntó qué quería. Entonces su lengua se desató. Salió toda la bilis que tenía acumulada dentro tras tantos años de desprecios. Habló de Dolores, de cómo calentaba los ánimos de los jornaleros con sus sueños de libertad, de igualdad y de justicia. Habló de sus desprecios a la religión, de cómo escupía y blasfemaba cada vez que pasaba delante de la iglesia. Le contó cómo vivía amancebada con un cretino que era el que controlaba a todos los campesinos y el que decidía los que trabajaban en los tajos, solo aquellos que estaban afiliados a los sindicatos marxistas. Él fue el culpable de su hambre al vetar continuamente a su José por eso no lamentó la suerte que corrió, el plomo que recibió lo tenía bien merecido; pero ella, la Dolores, era la verdadera causante de todas sus desdichas.

No fue en vano su delación. Al poco tiempo, Dolores fue detenida por los falangistas. La llevaron a su cuartel y allí la apalizaron, la pelaron, la purgaron con aceite de ricino hasta que las heces corrían por sus piernas como un venero de podredumbre, la violaron una y otra vez. No era suficiente. Después de eso, la exhibieron por el pueblo para que el vecindario la viera y supiera la suerte que les esperaba a todas las rojas. Cualquier humillación era poco castigo para ellas.

A partir de esa delación muchos la desprecian, pero a ella le da igual. El trabajo ya no falta, ni tampoco un chusco de pan que llevarse a la boca. Eso es lo importante. Aunque la llamen chivata.

Se le ha hecho tarde con tantas reflexiones. Recogerá su velo y su breviario e irá a ponerse en paz con Dios. Por suerte, este país, pese a lo que dijera Azaña, ha vuelto a ser católico. Ite missa est.

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