Diego Igeño

Es tal el robo que estamos sufriendo los ciudadanos que la callada por respuesta ya no es una opción. A la vista de las recientes subidas de las tarifas eléctricas -se estima que un 168% en el último año- la manida frase “que apague el último” se ha convertido en estos tiempos en un imperativo para los miembros de cualquier familia que estresados verifican en qué tramo horario se encuentran en cada momento del día para poner una lavadora, accionar el lavavajillas o encender la plancha. El hecho de las dificultades inherentes a la Covid, con ERTEs, colectivos profesionales paralizados, tasas de desempleo inauditas y bolsas de pobreza cada vez más extendidas no parece importar a los impulsores de esa medida. Las tasas abusivas de la electricidad y la complacencia de quienes deberían corregir ese atraco -paralelo al latrocinio de la banca, pero ese ya es otro cantar- son insultantes y una verdadera provocación a una sociedad que ve como poco a poco se disuelven sus indicadores de bienestar por los que tanto se ha luchado. Ha arraigado la filosofía del alza indiscriminada de precios y el estancamiento de los sueldos, cuando estos existen, algo que lamentablemente no es lo habitual en demasiados hogares. Y lo peor del caso es que todos estos abusos no hacen sino repercutir en los colectivos más desfavorecidos, aquéllos a los que ya les resulta casi imposible afrontar las necesidades básicas, esquilmados desde el 2008 por la sucesión sin solución de continuidad de una crisis económica y otra sanitaria de las que España ha sido una de las naciones peor paradas del entorno occidental. Porque, ante la elección de comida y luz, ¿por cuál nos decantaremos?, ¿cómo nos enfrentaremos los rigores del próximo invierno?, ¿cómo haremos frente a todos los gastos que nos estrangulan?

Nuestro presente se está convirtiendo en una pesadilla, en ese futuro imperfecto que describían algunas novelas de base distópica como 1984, Un mundo feliz, Farenheit 451 o La fuga de Logan. Adoctrinan nuestro pensamiento desde los púlpitos y los media, controlan nuestra cotidianidad con medidas tan sutiles como la de forzar nuestros hábitos de consumo eléctrico y otros, vigilan nuestros movimientos con los dispositivos móviles gracias a los cuales estamos localizados las veinticuatro horas del día (¿llegará también el momento en que la inteligencia artificial se nos rebele como en 2001: Una odisea del espacio?) y embrutecen nuestro ocio con ofertas esperpénticas en una actualización del panem et circenses (pero sin el panem desgraciadamente).

Pero, bueno, nosotros seguimos a lo nuestro que bastante hacemos con callar y andar, con apretar los puños y los dientes y esperar tiempos mejores que nunca llegan para todos. Para eso nos enseñaron que la resignación y la aceptación sumisa de lo que se nos venga encima es una de las virtudes del buen hombre. Sigamos ajenos a todo, conformándonos con defecar nuestra papeleta en una urna cada cierto tiempo con la vana esperanza de que otros solucionen los problemas que ellos mismos nos han creado o han tolerado. Y que al final, cuando todo esto reviente que (a)pague el último. Aunque los últimos siempre seamos los mismos.

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