
Diego Igeño
Hace once años escribí en este medio un artículo para recordar la efeméride del 18 de julio que, para los que no anden muy duchos en fechas o no sean de avanzada edad, es el aniversario del comienzo oficial de la guerra civil española, uno de los acontecimientos sobre los que más tinta historiográfica o de otro tipo se ha vertido. En este tiempo transcurrido, no cambiaría absolutamente ni una coma de lo entonces dicho, aunque sí incluiría nuevas reflexiones al socaire de los cambios habidos en nuestro país en los últimos años. Dije, y ahora lo ratifico, que el régimen que hoy gozamos es, en lo sustancial, heredero del republicano, mucho más que del dictatorial franquista pese a que cronológicamente este lo anteceda. La mayoría de los mimbres que conforman nuestro sistema democrático hunde sus raíces en la tradición liberal que arranca con la Revolución Francesa y que en España vio su postrer reflejo en la II República. Lo surgido después, la cruenta dictadura, fue un paréntesis que nos convirtió en una excepción entre las democracias occidentales, excepción, dicho sea de paso, tolerada, auspiciada y financiada por esas mismas democracias, sobre todo los Estados Unidos, en el ambiente de guerra fría antaño existente. Tras unos inicios frágiles, los herederos del franquismo, que llevaron a un diputado a la carrera de San Jerónimo, Blas Piñar líder de la extinta Fuerza Nueva, se han consolidado en el arco político hispano imponiendo sus exabruptos y su intolerancia al calor de los focos de unos medios cada vez más cavernícolas. Para nuestra desgracia, la gran opción de la derecha democrática española, el Partido Popular, desnortada con unos lideres intrascendentes, ineficaces e incultos -basta ver las opiniones vertidas por su líder supersónicamente licenciado sobre esa misma guerra civil- y necesitada de apoyos para tocar el poder tras no haber superado el trauma de su salida de la Moncloa, hace el caldo gordo a estos carpetovetónicos que enfangan la vida española.
No es mejor el panorama que encontramos en ciertos sectores de la izquierda, anclados en demasiados casos en el antifranquismo, haciendo buena aquella frase que decía “contra Franco vivíamos mejor”. La añoranza y defensa de paraísos socialistas perdidos, la falta de resolución ante problemas que atenazan y preocupan al español medio, el ombliguismo pseudointelectual que les lleva a pontificar desde púlpitos laicos hacen que la decepción cunda en sus bases y votantes y que sus perspectivas sean desoladoras ante su incapacidad de reconvertirse adecuadamente soltando rémoras del pasado y avanzando propuestas creíbles y esperanzadoras para el futuro. En fin, a izquierda y derecha del segmento político a menudo no vemos sino fantasmas con una falta de altura de miras y una estrechez mental que acoquina y que nos hace preguntarnos en manos de quiénes hemos puesto nuestro destino.
La contienda fratricida iniciada el 18 de julio de hace 85 años vino a acabar con el reformismo azañista que quiso resetear España para convertirla en una sociedad a la altura del siglo XX. Para ello, hubo de hincar el diente a algunos de los poderes fácticos que entonces dinamitaban el dinamismo de la nación. No le tembló el pulso y, pese a reconocidos errores, no cabe duda que Don Manuel fue uno de los estadistas españoles que más han apostado por la modernización, la regeneración, la cultura y la educación, y por una democracia republicana basada, además de en el laicismo, en los valores imperecederos de la Revolución: libertad, igualdad y fraternidad. Eso lo sabemos ahora y eso lo sabían entonces terratenientes, banqueros, obispos, militarotes y “otras yerbas” que no vacilaron en provocar un conflicto armado con cientos de miles de víctimas para truncar la primavera republicana y recuperar todos sus privilegios cuestionados. Aprendamos de las lecciones de ese pasado imperfecto y tratemos de solucionar nuestras diferencias, por anchas que sean, por la vía del diálogo y que nunca más el ruido de las armas acalle la voz de la razón.



