De los anales del republicanismo en Aguilar -poco conocidos y estudiados aún- se desprenden algunos hechos que muestran, con la sencillez de lo espontáneo y natural, la alegría con que recibieron muchos aguilarenses el advenimiento de las dos proclamas republicanas españolas. Algunos de estos hechos han sido ya relatados por historiadores y eruditos locales, aunque son pocos conocidos.
Con este trabajo vamos a recrear el contexto en el que se produjo cada uno de ellos. Curiosamente algunos tuvieron como denominador común, muy sui géneris, su incardinación en actos de culto o devoción a Jesús Nazareno. Podríamos calificarlos como pequeñas historias que conforman la historia, con mayúsculas, de nuestro pueblo.
El primer relato nos remite al Aguilar de los años iniciales de la década de 1870. Un pueblo de la Andalucía más profunda y subdesarrollada cuyos vecinos convivían bajo las directrices de la sociedad decimonónica: una reducida elite social acopiaba las prebendas que el viejo régimen feudal había engendrado, y la mayoría proletaria que subsistía entre hambrunas y epidemias, aletargadas sus vidas en la esperanza de que el liberalismo progresista, arraigado en la monarquía isabelina, mermase la condena social que marcaba al pobre desde su nacimiento.
Por esos años había germinado en las capas populares de la localidad y entre algunos significativos exponentes de la clase acomodada, la expectativa de que un cambio de régimen acelerase la incipiente modernidad del Estado. La revolución iniciada en 1869 auspició los cambios políticos que derivaron en la primera proclama republicana tras la abdicación de Amadeo de Saboya como rey.
La llegada de la República se vivió en Aguilar con gran ilusión por los partidarios del nuevo régimen, entre ellos, el viejo sacristán de la Parroquia, cuyo ímpetu le llevó a protagonizar un suceso que permanece perenne en la historia de la población.
Todo aconteció en la mañana del 12 de febrero de 1873. El día anterior las Cortes Españolas habían proclamado la República, pero la noticia no llegó a Aguilar hasta bien entrada la noche. Fueron muy pocas las personas que tuvieron constancia de ello. Sólo el grupo dirigente que permanecía reunido en el Circulo Republicano ubicado en la calle Moralejo y que encabezada el joven abogado Jerónimo Palma, durmieron con esa satisfacción.
Momentos antes habían abandonado la sede numerosos individuos que estuvieron concentrados en ella esperando recibir la buena nueva. Entre los ausentes se encontraba el sacristán aludido, quien había encaminado (con mucho trabajo por el vino ingerido) sus pasos hacia la Cuesta de Jesús. Alcanzada la cumbre urbana enfiló la solitaria y oscura calle Villa, alumbrada sólo por la vieja aceitera que señalaba la trasera del sagrario.
Llegado a su aposento en los cuartos altos de la sacristía, donde habitaba en soledad y soltería desde que fallecieron sus padres, entró en un profundo sueño del que fue interrumpido pocas horas después por los aldabonazos de la puerta, aporreada bruscamente por Manuel, el sepulturero municipal que venía a comunicarle, como hacia habitualmente, que echara la agonía por un fallecido. Ante la insistencia del sepulturero que no paraba de vocear ¡Nene!, ¡Nene!, ¡Nene! (apodo que recibió el sacristán cuando solo era un niño debido a su tartamudez), éste se asomó al ventanillo y sin mediar saludo alguno, ya que su dificultad en el habla lo convirtió en una persona parca en palabras, se dispuso a escuchar la encomienda:-¡Nene!. Ha muerto Antonio Varo, el entierro es a las 12 y era cofrade de Jesús-.
De forma instintiva el sacristán encendió un trozo de vela y la colocó en la renegrida palmatoria situada en la mesa, tomó un trago de “ligadillo”, y se echó por los hombros la zurcida pelliza que le regalaron en la caridad, dirigiendo sus pasos hacia el estrecho pasadizo que subía a la torre de la iglesia, en cuyo cuerpo de campanas arreciaba un viento frío que helaba hasta el alma.
Aún marcaba sus pasos el sepulturero por la cuesta de la parroquia cuando el lúgubre tañer de las campanas rompió el silencio de la noche. Así se mantuvo hasta que la aurora clareó el horizonte sobre la sierra de Cabra. Arrecidas las manos y los pies, el veterano campanero bajó las escaleras y se encaminó, atravesando la sacristía, hasta las naves de la iglesia que permanecían aún en tinieblas, alumbradas sólo por la triste llama de un pabilo que proyectaba en la pared la silueta de santos como sombras chinescas.
Arrastrando los pies por la solería de mármol llegó hasta la cancela de la capilla de Jesús donde guardaba la cofradía la campana para anunciar la muerte de algún hermano. El chirriar del cerrojo de hierro desgarró el silencio catedralicio que se había apoderado del templo, accediendo el sacristán al recinto nazareno cuando aún la noche impedía ver más allá del candil que portaba en sus manos. Tras recoger la campana y el paño con el escudo de la cofradía, salió sigiloso por la pequeña puerta del retablo hasta el oratorio, iluminado ya por los rayos de luz que penetraban a través del rosetón gótico existente a los pies del templo. Comediado el recorrido volvió la vista atrás y la dirigió hasta el camarín donde era visible ya la esbelta figura de Jesús. Con la mirada fija en el rostro del Señor y sin mediar palabra, dio los buenos días al que él llamaba “el amo de toas las cargas (penas)”. Para el “Nene”, el Nazareno era su único y leal amigo, y por ello le tenia confiados todos sus pesares y los pecados más gordos, la mayoría de ellos derivados de la eterna disputa que mantenía con las beatas y meapilas que le hacían la vida imposible.
Más de una hora se llevó tocando la campana sin divisar a ningún cristiano, ya que el frío que arreciaba coartaba el tránsito de la gente por las calles. Cumplido el mandado como muñidor se entregó a la tarea de sacar de la cajonera de la sacristía las ropas litúrgicas para el entierro. En esos instantes se le vino a la memoria el último pensamiento con que se durmió la noche pasada, y se apoderó de él un nerviosismo expectante por conocer si al fin había llegado la noticia que tanto anhelaba.
Estando en estos menesteres sintió crujir la puerta de la sacristía y avanzar unos pasos cansinos, señal inequívoca de que el viejo vicario, Lorenzo José Conde, entraba en sus dominios. Nada dijo el cura al sacristán y el silencio recibió por respuesta. Aún así, el “Nene” – más listo que el hambre- miró de reojo al cura y éste le evitó la mirada, ya que se conocían tanto que con solo verse los ojos se adivinaban el pensamiento el uno al otro. No seria exagerado calificar la convivencia entre ambos como un permanente desencuentro materializado en constantes y feroces disputas verbales a resultas del antagonismo político que les enfrentaba.
El inusual comportamiento del cura hizo pensar al sacristán que éste le ocultaba algo. Se había comenzado a revestir solo, cosa que no hacía habitualmente, y su silencio encerraba algún secreto que no alcanzaba a adivinar. Percibió el estado de ánimo decaído del vicario y lo encontró como derrotado, conmoción que sólo le podía haber provocado algún contratiempo serio relacionado con la política, ya que el venerable – por anciano- cura, ponía mayor empeño en ganar adeptos a sus tesis políticas que en salvar almas del redil para la gloria de Dios.
¿Podría haber ocasionado el enfado del monárquico sacerdote el que se hubiese proclamado la República?. Esta pregunta se hacía el sacristán cuando los monaguillos interrumpieron en el lugar indicando que era la hora de ir a la casa del fallecido – continuará-
Antonio Maestre Balleteros