Estimulado el espíritu por el cante y el cuerpo por el destilado aguardiente consumido, el entusiasmo devocional y político de los presentes se disparaba hasta extremos de haber originado más de un disgusto al propio barbero, al que responsabilizaban los Civiles de promover dichos espectáculos. En el fondo, y aunque siempre lo negó, a él le complacían más que a nadie estas “fiestas populares”. Imbuido de dicho espíritu y estando el Nazareno en la puerta de la barbería a eso de las 7 de la mañana, “el Manana” se asomó a la ventana y tras hacer el amago de santiguarse interpeló en voz alta a la Sagrada Imagen:
-Maestro: si pa cuando vengas el año que viene ya tenemos República te prometo que me afeito en seco el bigote delante de to el mundo- .
Como en un duermevela emocional pasaron los días de Semana Santa “el Manana” y sus compañeros. Ellos limitaban sus vivencias cofrades al momento de ver pasar por la puerta de la barbería las procesiones. En esas fechas ambicionaban una meta política llena de expectativas -eran conscientes de que con las elecciones municipales convocadas para el 12 de abril podría llegar la ansiada victoria, antesala de la proclama republicana-.
Aún retenía el aire ecos de tambores y las gotas de cera áurea manchaban las calles cuando amaneció el día de los comicios, domingo, por más señas, en el que el tropel de gentes que iban y venían a las urnas hacían presagiar la victoria de la Coalición Republicana Socialista. Como penitenciados sayones aguardaron los resultados el clan de la barbería, sacralizando el tiempo de espera con tragos de vino que embriagaban el ambiente de ponderada felicidad. El augurado triunfo llegó de madrugada y la noche se hizo día entre cantes y bailes, entre abrazos y fraternidades.
Dos días después la felicidad sería plena para los vetustos republicanos. El martes 14 de abril de 1931 los aires de libertad arrastraron hasta el exilio a la Familia Real y desde el norte de España se expandió como un ciclón las balconadas republicanas. Informado “el Manana” de que en la Plaza de San José ondeaba al viento la bandera tricolor, éste abandonó apresurado el local y en un festivo peregrinaje con sus camaradas traspusieron hasta el ochavado recinto para contemplar hecho realidad el sueño que tanto habían perseguido.
Exultantes de alegría volvieron por sus pasos perdurando la euforia por muchos días. Al entrar de nuevo en el local, el barbero dirigió su mirada al cuadro que cobijaba la estampa del Nazareno y asintió con un movimiento de cabeza el cumplimiento de la promesa hecha días antes. Desde ese momento tuvo especial cuidado en mantener en perfecto estado de revista su poblado bigote.
Todo un año se pasó el susodicho soportando la guasa que originó la promesa entre los habituales del establecimiento. En su defensa y como evasiva solía argumentar que gracias a él el Nazareno había hecho el milagro y la República era ya una realidad en España. En sus adentros sabía que nada tenía que ver una cosa con la otra, y también que tendría que pulgar la osadía verbal hasta que llegase el próximo Viernes Santo.
Así pasaron los días y los meses, y el socorrido tema del afeitado del bigote estuvo presente en todos los mentideros del pueblo hasta convertirse en una cuestión de interés general. La expectación creada hacía prever que el Viernes Santo de 1932 la puerta del cuartillo alcanzaría una concurrencia de espectadores mayor a la de todos los años.
Por fin llegó el ansiado día. Bajo la luna de parasceve inició su marcial recorrido el Imperio Romano despertando la madrugada con estridentes redobles de tambor y lastimeros quejidos de cornetas. La Diana anunciaba la inminente salida de Jesús cuando la cuesta de la parroquia era ya un hervidero de gentes anhelantes por presenciar el popular rito del Prendimiento.
Entre los asiduos al ceremonial se hallaba el célebre barbero -incondicional del Imperio desde su juventud durante la que vistió algunos años la faldilla de raso y la coraza de lata-, y al que gustaba seguir imitando la marcialidad de sus pasos. Nada más cruzar el Nazareno el umbral del templo, tras haber sido negado tres veces por Pilatos y mandado prender por el capitán de los romanos, “el Manana” tomaba dirección hacia la barbería en cuya puerta esperaban ya los primeros adeptos para compartir la festiva mañana.
Ese Viernes Santo se vivió por todos ellos con un frenesí desmedido por la alegría del advenimiento de la República y la expectación de ver cumplir al barbero la singular promesa. Comediaba la procesión por “el Caballo de Santiago” y la puerta de la barbería se rodeaba ya de una multitud expectante por asistir al espectáculo anunciado.
Otro gran gentío bajaba con el Nazareno por el Moralejo para contemplar la inusitada escena. Como era costumbre, se detuvo la Imagen a la entrada del Llano de la Cruz -rotulado por las nuevas autoridades con los nombres de García Hernández y Fermín Galán-, mientras una desgarrada saeta ambientaba el escenario donde sucederían los hechos.
Como el hijo de Abrahán, “el Manana” se dispuso para el sacrificio en la puerta de la barbería, pero el alboroto creado le obligó a inmolar el bigote en el interior del cuarto rodeado de sus más allegados. La agitación emocional le hizo temblar el pulso y, estremecido por la repercusión que había alcanzado su porfía, se mantuvo en todo momento en silencio. En esta ocasión, y al contrario de lo que recoge la cita bíblica, no hubo ninguna voz divina que frenase la ejecución de la ofrenda, por lo que el afamado bigote fue rasurado con la rapidez y maestría de un barbero con más de cuarenta años de oficio. Dijeron los testigos que, algo emocionado, “el Manana” sentenció tras terminar el trabajo: “consumatum est”.
Continuó la procesión su recorrido ajena al hecho relatado, permaneciendo en la puerta de la barbería una gran muchedumbre deseosa de verificar con sus propios ojos la gesta del barbero, circunstancia que le obligó a salir a la calle entre vítores y aplausos. En el fondo, y a pesar del bochorno pasado, se sentía feliz ya que todo había derivado de la gloriosa proclamación de la Segunda República Española.
Como reza el refrán, poco dura la felicidad en la casa del pobre. Y poco tiempo se mantuvo la dicha republicana en una España atomizada por políticos ignominiosos. Una vez más los salvadores de la patria segaron los campos de flores y los sembraron de dolor y desconsuelo, alargó su tenebrosa sombra la muerte hasta enterrar la libertad del pueblo, y la justicia divina se impuso a la humana. ¡Volvieron los generales con sus dictaduras!.
Una pintada en la puerta del cuartillo señalaba la condena “barbería republicana”. Así apareció en la mañana del 18 de julio de 1936. Nada temió el desdichado barbero porque nada malo había hecho, aunque muchos le advirtieron que huyera ante el cariz que estaba tomando la situación. Varios meses después fue encarcelado, permaneciendo algunos días en prisión hasta que, conocedor del fin que le esperaba, tuvo la valentía de quitarse la vida ahorcándose con el cinto. Aún así, recibió el tiro de gracia de los falangistas que lo custodiaban y fue lanzado, con los demás fusilados, a la fosa del Cementerio.
Antonio Maestre Ballesteros
Sirva este pequeño relato, inspirado en el hecho que protagonizó José Cecilia González, como homenaje a todos los represaliados aguilarenses que pagaron con sus vidas el sueño de Libertad y Justicia que consagraba la Segunda República Española.