Mañana se cumplen 35 años de una fecha clave en nuestra historia reciente: el 20 de noviembre de 1975, día en que falleció quien durante casi cuarenta años ejerció el poder absoluto en España: Francisco Franco Bahamonde.

Sé que para las nuevas generaciones ni la fecha, ni el nombre del general dictador significan absolutamente nada, entre otras razones porque ni siquieran saben de lo que se les está hablando. Pero para muchos forma parte fundamental de nuestra biografía. Los de mi edad no sufrimos los momentos más críticos de la Dictadura, ni siquiera éramos conscientes  de lo que significaba vivir en un estado sin libertades. Sin embargo, pasados los años hemos visto cómo aquello influyó en nosotros, hasta el punto de que se ha convertido en unas de esas fechas que todos tenemos como referencia y que nos permite compartimentar nuestra vida: esto sucedió poco antes de casarme, o aquello fue justo cuando hice la mili, o recuerdo bien que fue antes de morirse Franco.

Mucho ha cambiado este país en los últimos treinta y cinco años. La titubeante democracia, atenazada en aquellos inicios por quienes se negaban a que el legado del dictador se esfumara, se consolidó no sin grandes sobresaltos como los ocasionados por los continuos asesinatos de ETA y el Grapo o por el intento del golpe de estado protagonizado por Tejero, Milans y otros militarotes. La inmensa mayoría de los protagonistas de entonces, los que apostaron por la reforma o quienes optaron por la ruptura, han fallecido: es el caso de Leopoldo Calvo Sotelo, Pío Cabanillas, Agustín Rodríguez Sahagún, Fernando Abril Martorell, Gutiérrez Mellado o Marcelino Camacho; otros pasaron a segunda fila: unos por enfermedad como Adolfo Suárez, otros por edad, Manuel Fraga, Jordi Pujol, Santiago Carrillo y otros, simplemente, porque su etapa pasó, Felipe González, Alfonso Guerra o Nicolás Redondo.

Sabemos que la nación en la que hoy vivimos es, en buena medida, consecuencia de lo que ellos hicieron y constatamos que, lamentablemente, no es, ni mucho menos, perfecta. Muchas cuestiones no fueron trazadas satisfactoriamente, a pesar de dotarnos con un marco jurídico en cuya cúspide se sitúa la primera constitución aprobada en nuestra historia por el consenso de todas las fuerzas políticas. Quedaron asuntos sin resolver: se nos negó, por ejemplo, la posibilidad de elegir el tipo de régimen que queríamos, con lo cual tuvimos que aceptar, sí o sí, la monarquía borbónica; se desarrolló un estado que quedó a medio camino entre el unitario y el federal, fomentando los desajustes territoriales y dándole más privilegios a unos ciudadanos que a otros por el simple hecho de vivir en una determinada zona; no se quiso avanzar hacia la necesaria laicidad del estado, dándole a la iglesia católica un peso desmesurado; desarrollamos una política exterior lamentable que permitió, entre otras lindezas, el que se nos colara en la OTAN o en una guerra contra Irak cuando la inmensa mayoría de los ciudadanos deseaba lo contrario o que permitió que no fuéramos capaces de afrontar con gallaría nuestro compromiso histórico con el Sáhara; trazamos una política educativa que ha permitido que el alumnado español acapare los últimos escalones en todos los índices (fracaso escolar, capacidad lectora, formación idiomática..), etc. Y para colmo la actual generación de líderes políticos lleva años sin dar la talla a la hora de gobernar, lo que ha traído como consecuencia, con la colaboración de todos, eso sí, que España esté sufriendo la crisis de una forma más descarnada que la mayoría de nuestros socios europeos.

Pero a pesar de todo, de los desajustes mencionados y de los que se me han quedado en el tintero, creo haber aprendido una lección en estos últimos treinta y cinco años: el valor de la democracia, de la libertad, de la tolerancia, del respeto. Pase lo que pase, por encima de ideologías, muchos españoles hemos internalizado esos valores hasta el punto de que, casi sin darnos cuenta, son los ejes sobre los que se asienta nuestra convivencia. Es cierto que todos nos hemos encontrado en el camino con tiranillos que subidos en el pedestal de su parcela de poder (presidencias de asociaciones, de comunidades de vecinos, de secciones sindicales) reproducen comportamientos dictatoriales: no saben dialogar, no respetan las ideas contrarias, intentan imponer sus criterios y si no lo consiguen desprecian a quien se les opone. Sin embargo, son minoría y no deben ser, ni mucho menos, los que dirijan nuestras existencias. La apuesta por la democracia ha de ser clara y tiene que ser, además, la mejor herencia que dejemos a nuestros hijos.


Diego Igeño Luque

Imagen: www.politica21.org

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