Páginas de Historia (IV) : Historia de un viaje para la historia de la Semana Santa de Aguilar (II)

Con la fresca de la tarde retornaron a las cabalgaduras y,  -cual  hidalgos caballeros  transitando por la estepa manchega-, eran perseguidos por las corpulentas sombras que proyectaban sus cuerpos en los márgenes del camino. Pronto alcanzaron a divisar en la honda vega del Genil las altas torres que sobresalían entre el blanco caserío y las verdes alamedas del río.

-¡Ya estamos cerca Padre!-

Advirtió el sirviente, mientras el penitente fraile fungía el ceño como expresión del dolor acopiado tras la larga jornada. Pronto se hallaron ante el enorme portalón que enmarcaba el atrio del convento  de los Descalzos de Ecija, donde fueron recibidos con muestras de cariño por la Comunidad.

El cansancio acumulado fue colmado en parte por la “comodidad” del camastro que acogió las horas de descanso del fraile. Aquella noche fue excusado de asistir al rezo de Maitines, evadiendo así el tener que interrumpir el sueño.

Aún no aclaraba el alba el estrellado firmamento de la vieja Astigis cuando nuestro viajero fraile emprendía de nuevo el camino, ya en dirección a Sevilla, acompañado por el Prior ecijano que acudía también a la convocatoria de la Orden. Ambos se acomodaron en la diligencia que cubría la ruta desde Córdoba junto a varios viajeros más. La mejora en el medio de transporte era constatable en la cara de Fray Martín, quien no paró de conversar hasta llegar a la milenaria ciudad de Carmona, donde interrumpieron el trayecto para efectuar el preceptivo cambio de de caballos al carruaje.

Prosiguieron el viaje tras almorzar en la posada de postas. Pasado un tiempo, alcanzaron a divisar en la lejanía del horizonte la capital andaluza, cuando la desvanecida luz de la tarde cubría el aljarafe sevillano, sobre el que descollaba la gallarda figura del giraldillo rematando el cuerpo de campanas que el cordobés Hernán Ruiz había levantado, siglos atrás, sobre la esbelta torre que legaron a la posteridad de los siglos los mozárabes de la Bética. Esta visión les cambió el ánimo, y tras haber permanecido algún tiempo en un cauteloso silencio, reavivaron las tertulias interrumpidas desde hacía rato. Así llegaron hasta la Puerta de Carmona y traspasaron las murallas de la ciudad, tras las que se encontraba al apeadero donde abandonaron el carruaje. Nada más pisar tierra, los dos religiosos tomaron dirección  hacia la cercana iglesia de San Esteban, donde cumplirían con el rito  de asomarse al portillo abierto en la fachada gótica del templo para contemplar la imagen sedente del Señor de la Salud y Buen Viaje, a quien una vieja tradición le confería el patronazgo sobre los viajeros que entraban o salían de la ciudad.

Tras el momento de oración, los monjes tornaron sus pasos hacia la calle las Sierpes, por donde alcanzaron el cenobio Carmelita del Santo Ángel, meta de su peregrinar por los caminos andaluces. Tras ser atendidos con la amabilidad  propia de las hospederías del Carmelo, los frailes se retiraron a las celdas que ocuparían durante los días de permanencia en Sevilla. Tras un somero descanso bajaron al refectorio donde compartieron con la Comunidad  la cena conventual. En las palabras de bienvenida del Rector sevillano hubo un recuerdo especial para el venerable fundador de los tres conventos, fray Agustín de los Reyes, palabras que emocionaron al viejo fray Martín de San José, al recordar la visita que realizó a su sepulcro la madrugada que inició el viaje.

Con el toque de completas, el silencio irrumpió entre los centenarios muros del convento mientras los monjes perdían sus pasos en las galerías altas buscando el reposó  señalado en la Regla. A fray Martín le costó conciliar el sueño también aquella noche.  El trasiego del viaje y la inquietud que le producía la visita programada para el día siguiente le mantuvo en vela largas horas, rememorando los avatares vividos en la construcción de las dos capillas que acogerían las nuevas imágenes, obras que culminaban el exorno de la iglesia que él mismo  había promovido durante su mandato. Por mucho que intentó rescatar de su mermada memoria el apellido del escultor que había realizado las imágenes no consiguió recordarlo, lo que le producía mayor desasosiego.

Por fin amaneció la mañana tan esperada. Tras el rezo comunitario del Ángelus salieron a las calles de Sevilla Fray Martín y el Prior del Santo Ángel, Fray Juan del Santísimo Sacramento, quien le conduciría  hasta el viejo corralón donde tenía establecido el obrador el imaginero. La plática de los dos frailes en su pausado y cansino caminar hasta el taller versó íntegramente sobre la vida y obra del escultor que iba a conocer fray Martín por primera vez. En el transcurso de la conversación le fue revelado por el fraile sevillano  el nombre que no consiguió recordar la noche anterior:

-¡Fray Martín, se alegrará usted mucho cuando vea las imágenes!-, sentenciaba el fraile hispalense,

-¡Comprobará la maestría con que trabaja Don Blás Molner. Está considerado desde hace mucho tiempo el mejor imaginero de Sevilla!-

-¡Desde hace varios años es el director de escultura de la Academia de las Tres Nobles Artes¡-

-‘No lo dudo Fray Juan, ya el Padre General me indicó que vino de Valencia donde había aprendido el oficio con el maestro Tomás Llorent¡-

-¡Sí¡, insistió fray José, ¡yo lo conozco desde que ingresé en el convento y hace ya más de dos décadas que hice los votos!-

– ¡Desde entonces está muy vinculado a nuestra Orden y ha realizado muchas imágenes y retablos para nuestros conventos e iglesias!-

Andaban por la Alameda cuando fray Martín, muy versado en arte, se interesó por las efigies que coronaban las dos altas columnas que sobresalían entre la arboleda. Fray José le indicó que eran pilastras que procedían de un templo romano de Sevilla y que fueron colocadas allí hacía algunas décadas, siendo las esculturas que las coronaban del emperador  Julio Cesar y de Hércules.

Dejaron la Alameda por un estrecho callejón que ambos monjes, a requerimiento de fray José, anduvieron apresuradamente, evitando recrear la visión en las escenas que ofrecían las putas vendiendo sus cuerpos en los portales de las casas. Por la calle Feria desembocaron a la Resolana donde estaba el taller que buscaban. Nada más traspasar la puerta del viejo caserón, fray Martin advirtió en un rincón del amplio salón donde trabajaban los operarios  dos volúmenes ocultos por vastas telas que le produjo una corazonada. Su intuición no le falló y, efectivamente, los paños ocultaban y preservaban del serrín que ocasionaba el trabajo con la madera las dos imágenes que venían a recoger. Ensimismado en este pensamiento estaba cuando fray Juan le advirtió de la presencia del maestro imaginero, al que saludo efusivamente, aunque con el respeto que impone la admiración por una persona. Esta circunstancia fue advertida por el propio escultor que le pidió rápidamente que le apeara el tratamiento de usted.

La impaciencia por descubrir lo que ocultaban las telas impedían al viejo fraile centrarse en las explicaciones dadas por el imaginero sobre el trabajo de talla, sacado de puntos, encolados, policromías, que realizaban los oficiales y aprendices que trabajaban en el taller. En otras circunstancias la visión de una factoría de escultura en plena actividad  hubiese supuesto un sueño para un apasionado del arte como fray Juan, pero las ansias por descubrir las imágenes ocultas apenas le permitió atender a la ilustración que el maestro realizaba sobre el modelado en barro.

Tuvo que ser el propio fray Juan quien, colmado de impaciencia, sugiriese sutilmente con un ¡volvamos a lo que nos ocupa¡, el que se procediese a destapar las imágenes, evasiva percibida rápidamente por el escultor, quien, con voz grave y solemne, mando parar la actividad en el taller, requiriendo a los operarios para que fuesen testigos del momento en el que emisario aguilarense contemplaría las dos tallas que la maestría y destreza del maestro valenciano había realizado para los Carmelitas de Aguilar. Fue fray Martín quien, a petición de Blas Molner, retiró el paño más voluminoso surgiendo ante el fraile el grupo escultórico de la virgen recogiendo en su regazo el cuerpo inerte de Cristo. Con voz entrecortada por la emoción que le embargó al contemplar la perfección alcanzada por el escultor en esta obra, fray Martín no cejó de mostrar su admiración por tan portentosa imagen, agradeciendo al maestro su trabajo con un dilatado catalogo de elogios:

¡Es una obra de arte sin parangón maestro¡

¡Nunca imaginé que se pudiese tallar con tanta perfección¡

¡Es verdaderamente hermosa la virgen y su rostro inspira mucha devoción¡

¡El Cristo está perfectamente anatomizado¡ …..

Durante algunos minutos las única voz que resonaba en el taller fue la del impresionado fraile quien, como si de un monólogo se tratase, no paraba de expresar sus sentimientos y adjudicar adjetivos a la obra de Blas Molner. Fue el propio escultor quien, sobrepasado por tanta adulación, atajó la situación preguntándole a fray Martín por la advocación que recibiría la imagen. El religioso no dudó en responder:

¡Angustias¡, ¡Virgen de las Angustias¡

¡Así nos lo ha indicado el patrón de la capilla, el capitán don Alonso Valenzuela¡

¿Y el Cristo?  Siguió preguntando Blas Molner.

¡Se advocará Santísimo Cristo de la Providencia por la que hemos tenido con su encargo¡

¡Descubra usted la otra imagen¡ Indicó el escultor

¡No¡, respondió fray Martin.

¡Ese honor le corresponde a su creador¡.

Con cierta parsimonia, Blas Molner procedió a retirar el paño dejando al descubierto la imagen de un hombre denudo, arrodillado, cubierto sólo por el paño de pureza. La mano diestra apoyada en una piedra y la otra amagando coger la cruz de madera que soportaba en sus hombros. Con los ojos vidriados por la conmoción, fray Martín sólo alcanzó a exclamar ¡ Ya tiene Aguilar su Caído¡. Tras esta sentencia, el silencio invadió el recinto durante algunos segundos que parecieron un eternidad a los presentes, instantes en los que el fraile aguilarense rememoró las peripecias vividas hasta lograr que el Carmelo masculino de Aguilar contase con esta iconografía, de tan especial devoción entre la Orden que reformara San Juan de la Cruz.

Fue, pues, Fray Martín de San José, el primer aguilarense a quien le cupo el honor de contemplar las dos excelsas imágenes que se incorporarían posteriormente a nuestra Semana Santa.

 

Antonio Maestre Ballesteros

 

 

 

 

 

 

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