Diego Igeño.
La frase que acompaña al título, como casi todas las utilizadas en esta serie, no es mía. En este caso, utilizo una de Ernesto Giménez Caballero, escritor, intelectual y diplomático español y uno de los principales panegiristas del dictador. Y me sirve como excusa para hablar del exagerado y grotesco culto a la personalidad dirigido hacia la figura de Francisco Franco que se hizo extensivo a otros muchos jerarcas del Régimen. Empezó, como no podía ser de otro modo, en la misma guerra cuando inopinadamente se hizo con el control absoluto del mando del bando sublevado. Durante este período, en nuestro pueblo, el homenaje se tradujo en que fueron renombradas muchas de nuestras calles para que ostentaran el “glorioso” nombre de los sangrientos protagonistas del golpe. Así, la calle Mercaderes pasaría a ser General –o Generalísimo- Franco; la Moralejo, José Antonio Primo de Rivera –su nombre también fue puesto al Hospital Militar-; la Lorca, Coronel Cascajo como reconocimiento a la máxima autoridad golpista de la provincia –a quienes las fuerzas reaccionarias de Córdoba regalaron un chalet por su hazaña-; la del Carmen, Queipo de Llano; la Carrera, José Calvo Sotelo –denominado por la fraseología al uso el protomártir-; la placilla Vieja, del General Mola; la actual Ipagro General Varela. También nos adherimos a la propuesta del Ayuntamiento de Córdoba para hacer a Franco Hijo Predilecto de España.
Estas iniciativas continuaron durante la posguerra. Así, entre el maremágnum de homenajes y adhesiones que Franco recibió a lo largo y ancho del territorio patrio, vamos a reseñar algunas de las habidas en Aguilar de la Frontera. Quizás la primera sea la expresión del agradecimiento de la Corporación presidida por Francisco J. Tutón por la finalización de la contienda. Asimismo, por el efecto visual que tuvo, cabe reseñar el pronto acuerdo de la Comisión Gestora de colocar una la placa con el último parte de guerra en la fachada de la Casa Consistorial –pervivió hasta la Transición-. Hay que añadir igualmente la celebración anual por todo lo alto del Día del Caudillo, fijado el 1º de octubre, en recuerdo de su exaltación –así de decía entonces- a la Jefatura del Estado. Por último, con ocasión de la terminación de la II Guerra Mundial –que tantos aguilareneses de un lado y otro vivieron- se alabó la astucia de quien logró, y cito textualmente, con su saber y prudente política salvar a nuestra patria de aquella ola de sangre y fuego, manteniéndose, gracias a su prudencial política y certera visión, alejada del conflicto que ha destruido a las Naciones más poderosas de Europa. La errática política exterior del Régimen durante estos años entre la no beligerancia y la neutralidad, el intento a toda costa de involucrarse en las hostilidades del lado del Eje a cambio de suculentas prebendas, etc., etc. no eran conocidas por nuestros mandatarios locales.
A veces, los gestores no hacían sino sumarse al general ardor exaltador planteado por otros consistorios. De este modo, el Ayuntamiento se adhirió a la decisión del de Huelva de regalar a Franco la Espada de la Victoria.
Esta pleitesía, como hemos dicho, se extendió a otros jerarcas y/o “héroes” del régimen. Nos sumamos a la propuesta del Ayuntamiento de Almadén para que se concediera la laureada de San Fernando al genocida Queipo de Llano, el mismo que para vergüenza de quienes lo consienten sigue reposando en la Basílica de la Macarena de Sevilla. Conmemorábamos cada año el aniversario de la muerte del “Ausente” –cuyo cadáver fue trasladado en estas fechas en olor de multitudes desde Alicante a El Escorial- con un gran funeral que generalmente tenía lugar en la Parroquia –a veces, también, en el Carmen-. Y se decidió dar a la calle Los Pozos el nombre de García Noblejas, en recuerdo de una familia diezmada en defensa de los ideales del nuevo estado (murieron el padre y los cinco hermanos). No tenemos noticia de que este acuerdo llegara a ejecutarse.
En diciembre del 1949, la Gestora encabezada por Eloy Lucena mandó un telegrama de apoyo al Caudillo por haber llevado virilmente –con ese falo incomparable no era gran mérito- la presión de las potencias internacionales que habían estructurado el aislamiento de nuestro país. Y, aunque exceda en algo el ámbito cronológico de la posguerra, hay que resaltar que, finalmente, el 10 de mayo de 1961 se aprobó la concesión de la Medalla de Oro de la Ciudad al dictador. Su paradero actual nos es desconocido, aunque sí conocemos la obsesión que tenía la “esposísima” de fundir esos agasajos para convertirlos en oro contante y sonante con el que engrosar su rica “cacharería” o nutrir sus depósitos en Suiza.
Continuará…